jueves, 28 de mayo de 2009

CHINOS EN BATABANÓ, Richard Roselló




Playa, La Habana, 28 de mayo de 2009, (SDP) Llegaron a Cuba y trajeron sus costumbres milenarias de la tierra. Con mucho sacrificio y esmero, levantaron en poco tiempo sus sueños, aportaron al comercio regional, y con esa sencillez pudorosa, laboriosidad y cultura del ahorro, marcaron su carácter entre los criollos. Fueron los chinos de mi pueblo, en Batabanó, al sur de la capital de La Habana.

Pero con la muerte del último chino en el año 2005, nada pudo ayudar a comprender el dolor de esos seres humanos que perdieron todo, casas, negocios y pertenencias, tras el paso del huracán revolucionario de 1959.

Con la llegada de Fidel Castro al poder, todas las propiedades de cubanos y extranjeros fueron expropiadas por el nuevo régimen. Mas con el tiempo, la falta de visión y torpeza del alma, dejaron morir los símbolos, esos iconos de la localidad. No fue un caso aislado.

El primer chino que arribó a Batabanó fue Manuel Chung Wong. Vino desde el poblado Limonar, en la provincia cubana de Matanzas, donde tuvo participación en la Guerra de Independencia (1895-1898) entre cubanos y españoles. Chung fue un comerciante que aportó a los insurrectos cubanos medios de subsistencia. Fue licenciado en 1898 bajo el grado honorífico de Capitán del Ejercito Libertador.

Al término de la contienda bélica, Wong viajó a La Habana. Se asentó en los paisajes cenagosos de Batabanó. Se dedicó al cultivo de frutos menores y hortalizas, entre ellas, la siembra de berro, por primera vez en la localidad. Sin proponérselo, convirtió la agricultura en el más lucrativo negocio de la provincia.

Después de Manuel llegaron por recomendación otros paisanos suyos que fomentaron e hicieron prosperar el consumo del berro en gran escala en las décadas del 1940 y 50. Se decía que era medicinal. Y lo es.

Al obrero se le pagaba el jornal más alto en Cuba en esa época: 2,20 pesos el día (hoy 200 pesos). Los asiáticos pagaban seguro contra accidentes y trataban con respeto a sus trabajadores.

El berro se cortaba en la noche y se embarcaba con cuidado a las plazas de la capital donde un contingente de chinos esperaba recibirlo. La demanda era tan alta que los chinos no tenían descanso en temporada de octubre a febrero.

Fernando Aloka Chung (hijo), Chang Su, Felipe Chang Lee y socios como Chao Chang Lee, Rafael Chong, ayudados por peones chinos y cubanos, eran los mayores cultivadores de berro.

Nuestros vecinos extranjeros nunca abandonaron sus tradiciones. Conservaban sus costumbres alimenticias que les proporcionaba la tierra. Sembraban sus propias habichuelas, acelga, frijolitos chinos, pepinos. De la calabaza china hacían un dulce de sabor especial. Obtenían la carne de anguila y peces de agua dulce de las ciénagas y especies marinas capturadas por pescadores del pueblo.
En Batabanó, el chino Julián Lao operaba un puesto de frituras. Famosas eran sus frituras de pescado, los cangrejitos de picadillo, las minutas, el boniatillo seco, la mariposita china y las caritas a dos por medio. Excepto las minutas, el resto es parte de la memoria popular.

Fumaban en un tubo de caña brava una picadura importada. Y por costumbre, día por día, descansaban, de 2 a 3 p.m., para escuchar por radio, música y comentarios de su país que transmitía una emisora cubana.

La pequeña colonia china ganó espacio e iba en ascenso. Empeñados en la cultura de la economía y el esfuerzo, los comercios más importantes estaban en manos de chinos.

Felipe Chang Lee, con el dinero ahorrado en su berrera, adquirió su propia bodega que llamó La Antigua Chiquita. El negocio pequeño dio frutos mayores. Compró casas y las puso en alquiler. Como si fuera poco, fomentó en la localidad el hábito de consumir vegetales y hortalizas. Un chino a su cargo recorría con un carrito todo el pueblo.

Joaquín Chang llegó a embolsar tanto dinero en su berrera que la vendió y adquirió su propia bodega y otros pequeños negocios. Manuel Chung, el mambí chino, el primero en cultivar el berro, compró almacenes y casas en la capital. También lo hizo Emilio Lam con su céntrica bodega Titina. Tenía tres empleados, entre ellos, Papi El Chino y Francisco el cocinero. Era la mejor del pueblo, con un servicio activo, licoreras, venta de helados, frutas, dulces. Los hermanos cantoneses Sergio, Felipe y Juan Lun Cheung fueron productores de hortalizas, propietarios de casas y comerciantes de víveres en su bodega El Alivio de los Pobres.

Igual se conocieron las de Francisco Chang, Carlos Fong y de José Chang, en Surgidero de Batabanó. Este último era el más grande negocio de la localidad. Además de ventas de confituras, era el primer surtidor de comestibles a la flota de pesca local. Les garantizaba tasajo, bacalao y manteca.

La comunidad china en Cuba alcanzó su momento de prosperidad en la década del 50. Tanto los de Batabanó como los asentados en Villa Clara o la capital. La más importante estaba en el Barrio Chino de La Habana. Era el más famoso y activo de Latino América. Tenían sus propias sociedades, cines, comercios, bodegas, tiendas, casinos, casas de juegos, tintorerías y trenes de planchar. Contaban con imprentas y periódicos, farmacias y droguerías, hoteles, restaurantes, teatros, casas de salud. Y hasta un cementerio.

Los chinos gozaron de la simpatía ciudadana hasta 1959, cuando quedaron huérfanos de los negocios. La comunidad comenzó a desvanecerse, muchos emigraron hacia EE.UU huyéndole al comunismo. Los que se quedaron perdieron lo poco que en recuerdo les quedaba, hundiéndose en la total miseria material.

Con el paso de las décadas, los chinos de la primera generación murieron. Mientras, los vivos ocultaron los dolores y las frustraciones. E incluso el lazo que los unía con sus antepasados y parientes del Lejano Oriente. Hoy solo quedan vanos recuerdos dispersos, viejas fotos y tristes testimonios.

Pero el carácter del chino, además de metódico, trabajador, pacífico, respetuoso, puntual, ahorrativo, era receloso y algo desconfiado. Era parte de su idiosincrasia. Eran sociables y hogareños. Muchos hicieron familias y otros pocos murieron solos.

Cheo Chang, el último chino que quedó en el pueblo de Batabanó, dejó una anécdota.

Una noche, merodeaban su casita de madera en su berrera unos ladrones.

– ¿Quién anda ahí?– preguntó el chino.

Los ladrones tomando precaución, sin hacer ruido, se sorprendieron del tacto asiático cuando se escuchó de nuevo una voz en el interior de la casa:

–Si queda ahí, ¡chino va a dipalal!

A los pillos nocturnos no les quedó más remedio que identificarse.

–Chino, somos nosotros, Mario y el Curro, tus vecinos. Mira, te trajimos la mujer que tu querías.

–¿Mujel a esta hola?, ¿Me etlaña a mi?, insistía el chino desconfiado.

Los experimentados delincuentes se llenaron de frustración cuando escucharon al chino.

–¡Eso no covenia con chino!, repetía Chong.
Fracasados por el intento, los timadores buscaron el último recurso.

–Bueno chino, está bien. Entonces, dame un poco de agua.

–¿Agua a eta hola? ¿Me etlanña a mi?

–Chino ¿Y un fósforo para el cigarro?

–Candela a eta hola? ¿Me etlaña a mi?

Nada. Los ladrones desistieron y abandonaron el campo con una ruidosa carcajada.
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