jueves, 28 de mayo de 2009

PAGAR PARA VER, Frank Correa.

Fernando el Largo no tenía computadora, ni siquiera una máquina de escribir. Su labor parecía titánica: Redactar cuartilla tras cuartilla a mano, borrando para corregir y ahorrar hojas, sacando puntas a los lápices hasta gastarlos. Le consolaba saber que era la faena que realizaron todos los escritores antes que la tecnología volviera fácil el oficio.

Había visto un par de computadoras en toda su vida. Las consideraba maravillosos equipos. El fondo azul de la pantalla contrastando con el cromatismo de los caracteres impregnaban poder y seriedad objetiva. No estaba seguro de poseer una computadora nunca. En unos minutos, las operaciones literarias que a él le tomaban media vida, para otros era un juego de niños.

Realmente se encontraba en serias desventajas con sus colegas de oficio. Su mesa de trabajo semejaba una montaña de hojas escritas. A veces se extraviaba una cuartilla y pasaba varios días buscándola. En ocasiones tenía que volverla a escribir. Casi nunca le alcanzaban los lápices. Imposible redactar a tinta, era más costoso, además estaba el problema de corregir. Pensaba mucho en Lope de Vega y Balzac, sus descomunales producciones le propugnaban fuerza y conformismo. Si alguna vez llegaba a tener una computadora, la ubicaría en posición correcta, aunque entonces no sería escritor sino científico. Pensó en sus muchos intentos literarios fallidos, por no cumplir las exigencias de los concursos. Hubo un tiempo en que participaba en todos los concursos. Imitaba con precisión la letra impresa. Encuadernaba con una mezcla de clara de huevo y harina. No obtuvo provecho alguno. Los jurados consideraban sus textos demasiado realistas. De realidad estaban hasta los leucocitos. Exigían ficción. Adulteraciones de formas y contenidos. Brechas en la infecunda paridad del mundo.

Escribió el libro: Sumergido en la Sambumbia, pero no logró llamar la atención del publico. Terminó una trilogía: Metido en la pelea, Incluso desde el piso y Algunas formas de no caer sin ayuda, pero le devolvieron los libros. Anduvo desorientado muchos días. No hablaba con Lila. Ignoraba a Drinky. Solo la seguridad total de haber nacido para escribir lo mantuvieron vivo. Muchas cosas resultaban incompresibles. En los medios informativos todo era de un marcado acento optimista: “problemas acuciantes y perentorios se resolverían”. Tal vez su computadora figuraba entre los más preciados objetivos. Aunque le disgustaba que la finalidad de su obra solo fuera, estar a mano con sus colegas de oficio.

Un día Fernando despertó con una idea fija: cortarle el rabo y las orejas a Drinky. A pesar de ser un perro inteligente, fiel y hermoso, suprimirle los aditamentos le podía hacer ganar en porte y dinamismo.

Cuando salió del cuarto, Drinky lo estaba esperando en el pasillo. Lanzó un gruñido como si hubiese intuido las intenciones de su dueño. Luego se escabulló bajo el sofá.

--Lo sabes --dijo Fernando--, hoy te convertiré en un perro de concurso.

Buscó unas tijeras y comprobó su filo. No servían. Encontró un viejo machete oxidado, pero no contaba con piedra de amolar. Halló un cuchillo. Estuvo tanteando un rato la hoja, mientras recordaba a todos los perros que mejoró con amputaciones. Eran muchos, fieles y buenos amigos. Una intensa sensación de lástima lo inundó de repente. Si alguna vez un milagro le concedía tres deseos, el primero que pediría iba a ser, reunirse con ellos otra vez y actualizarlos de todos los sucesos ocurridos luego de sus partidas.
Llenarle sus cacharros de alimentos, (¡ése era su segundo deseo! ¡Que nunca faltara la comida!).

¿El tercer deseo? ¡Hombre! ¡Una computadora... aunque fuese de uso...!

Recordaba a todos sus perros con mucho cariño... ¡Y ahora éste, Drinky…! ¡Drinkyyyyyy…! ¡Ven! ¡No te hagas el listo! ¡Te encontraré hasta en el fin del mundo! ¡Voy a librar el sobrante de ese cuerpo largo y ridículo! ¡Ven aquí, Drinky!

--¿Qué pasa? -- preguntó Lila despertada por los gritos. Se asomó en la puerta del cuarto, envuelta en una sábana.

--¡Voy a perfeccionar al engendro...! ¡Quiero convertirlo en un perro de concurso!

--No entiendo. Explícate. ¿Qué haces con ese cuchillo? ¿Dónde está Drinky?

El perro ladró, pidiendo ayuda. Lila fue hasta el sofá y se agachó. Con mucho trabajo logró sacar a Drinky de su escondite, lo cubrió con la sábana. El perro temblaba, sus ojos esquivaban a Fernando y su cuchillo.

--Mi amor… mi chiquitico… ¿qué iba a hacerte ese hombre feo y malo? --. Drinky gruñó. Se acurrucó más en el pecho de Lila. --Nadie te va a hacer daño, mi vidita. Mamá te quiere mucho.

El perro continuaba asustado. El corazón le latía de prisa.

--¿Qué ibas a hacerle? --preguntó con dureza Lila.

--Nada --dijo Fernando sonriendo. Guardó el cuchillo en su sitio.

--¿Seguro?

--¡Nada, mujer! Solo estaba buscando argumento para continuar el libro.

Pero las pretensiones de Fernando con su libro, no eran contar la vida de los perros, ni los locos. Una larga lista de canes insuperables colman los anaqueles en las librerías. ¡Y locos, ni hablar! Desde Alonso Quijano, el más ilustre, hasta los héroes de novelas y películas.

Estos tres tipos: héroes, locos y perros, son los estados naturales más inmediatos en la literatura. Fernando intentaba esquivarlos en su libro. ¿Qué tal si probara la creación de un antihéroe prototipo? Alguien tan golpeado y desprovisto que llegara a ser querido. Ingenuidad virgen, bañada de carisma, con romanticismo intrínseco y el inevitable toque ideal de la absurda mesura.

De todas formas, para ese análisis estaban los críticos. Recordó que al principio tuvo muchos problemas con ellos. Su primer amigo era crítico. ¡Escritor y crítico, una felonía! Redactaba algo y luego lo despedazaba con argumentos identificativos. Discutieron muchas veces sobre este asunto. En La casa de los mil colores, allá en La Loma del Chivo, Guantánamo, sentados en la sala con Teófilo Brown, Ido Torres, Alíllo y el resto del Mará, su amigo escritor y crítico Wichi, reñía los incipientes textos de Fernando, con la sabrosura espontánea y el fino humor que caracteriza al gremio de los críticos.

Las tertulias en La casa de los mil colores eran infinitas. Había un constante trasiego de poetas, teatristas, músicos, pintores y toda clase de personas vinculadas de alguna forma al arte, como si aquella casa fuese un local del estado para estos fines. Wichi, con su afanada labor crítica, invariablemente se buscaba problemas con todo el que llegaba a mostrar su obra. Era un verdadero molino contra todo lo que oliera a cultura.

Una tarde, Fernando ideó una táctica referente a la mesa. Wichi se sentaría de un lado cuando fuera el escritor y del otro cuando ejerciera como crítico. Fue gracioso, Wichi pasó la tertulia cambiando de lugar, como si tuviera jiribilla.

--¡Acaben de una vez con eso! --dijo Teófilo Brown sirviendo más Jim de la selva, ron clandestino que colaba en la cocina. --¡A los críticos hay que llegarle con un libro de Hemingway bajo el brazo! ¡Cuando comiencen a atacar con sus fruslerías, se le muestra el libro, como la cruz a los vampiros!

Todos bebieron entre risas. El Jim de la selva no faltó jamás por aquellos días. Fue el tiempo cuando Fernando puso en juego su destino y apostó por la literatura. Entonces el mundo parecía la gran ensoñación, un vasto panorama de perspectivas, vivía perdido entre las nubes, siempre buscando el infinito...


FRAGMENTO DE NOVELA INEDITA

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