Habana Vieja, La Habana, noviembre 6 de 2008 (SDP) Yo tenía una historia que contar desde hacía 30 años. Pero hace 30 años, yo no estaba preparado para contar historias. Durante largos períodos de tiempo se me olvidaba, aún después de estar preparado, que tenía debajo de la manga una buena historia.
Una buena historia se sabe que es buena porque pasan 10, 20 años, y las ganas de contarla crecen.
Existe un hipócrita escritor latinoamericano que tenía que desnudarse en una habitación a una temperatura de 32 grados centígrados y escuchar música salsa a todo volumen para contar historias.
Agosto es un mes infernal. Uno suda a mares repletos de grasa. En Cuba tenemos mucha humedad y el clima siempre va a los extremos. En el verano es casi imposible pensar.
Comencé a contar la historia de Conejillo de Indias el 17 de abril de 2007 y la terminé el 15 de octubre de 2007. Fueron 183 días de gloria a pesar de los imponderables.
En mi casa, que es una pequeña habitación, no podía hacerlo porque mis buenos vecinos, cada cual por su cuenta, ponían la música de su preferencia desde temprano en la mañana hasta después de la medianoche, y el calor es insoportable. De manera que en el único lugar del mundo donde podía escribir era en la Biblioteca Provincial “Rubén Martínez Villena”.
Durante abril, mayo, junio y julio, el horario de la biblioteca me permitía escribir con aire acondicionado, silencio y confort de aquella iglesia de libros. Pero en agosto llegaron las vacaciones escolares y el horario de la biblioteca se redujo, como todos los años, de las 9 a.m. hasta las 4:30 p.m. De este modo, me acostumbré a escribir después de las 4:30 p.m., hasta que llegara la noche, en parques y cafeterías al aire libre en la Habana Vieja.
Cuando transcurrió todo el mes de agosto, las clases escolares se reanudaron, pero la biblioteca continuó cerrando a las 4:30 p.m. y no se restituyó el horario normal hasta las 9 de la noche.
En varias ocasiones me quejé ante la jefa de personal. La pícara jefa en cada ocasión esgrimía diferentes excusas que de ningún modo justificaban la arbitrariedad. De este modo, la administración de la biblioteca, encabezada por su directora, estuvo botando a los usuarios a las 4:30 p.m. durante las primeras tres semanas del mes de septiembre.
El calor en la calle era abrumador y el hecho de no restituir el horario normal de la biblioteca era inaceptable, de modo que tomé la determinación de escribirle una breve carta al historiador Sr. Eusebio Leal Spengler y entregársela a su secretaria.
En menos de 48 horas, el horario de la biblioteca fue restituido hasta las 9 de la noche e hipócritamente la jefa de personal se me acercó y me dijo que todo se había resuelto.
Días después, una persona que trabaja en la biblioteca y con la cual yo tenía una relativa amistad (aunque nunca bajé la guardia), me dijo que algunos estudiantes se dedicaban a picar con navajas o cuchillas el colchón del asiento de las sillas, pero nunca habían logrado atrapar a nadie. Que si yo veía a alguien cometiendo aquel sabotaje, se lo informara inmediatamente. Para no crear tensión en nuestra “amistad” no le dije que en la biblioteca, yo me dedicaba a escribir, no a vigilar a los usuarios.
Esa misma persona me dijo que a la secretaria de la directora había llegado una carta firmada por el historiador de la ciudad donde exigía que de inmediato el horario habitual de la biblioteca fuese restituido. Me preguntó si era yo quien le había enviado la información al historiador sobre la arbitrariedad de los horarios. Le respondí.
Al siguiente día, casi todas las empleadas comenzaron a mirarme con hostilidad, especialmente aquellas que tenían que cubrir, una semana sí y la otra no, el segundo turno que las obligaba a entrar a la biblioteca a la una de la tarde y permanecer en el inmueble hasta las 9 de la noche. Algunas de ellas, que tenían conmigo una relativa amistad, protestaron ante mí de que el turno de por la noche les imposibilitaba realizar una serie de tareas como amas de casa y que en la noche, las que vivían lejos, tenían que pasar mucho trabajo para llegar a sus casas porque la única guagua que recogía al personal de la biblioteca sólo lo hacía a las 5 de la tarde.
Al siguiente día, llegué a la biblioteca con una parte del libro que estaba escribiendo a mano. A la hora, bajé al jardín de la biblioteca a beber un sorbo de café que siempre llevé en un pomito y sacarle algunas bocanadas de humo al tabaco de turno. Por supuesto, jamás dejé mis manuscritos sobre la mesa. En un aguanta-papel, los manuscritos siempre estaban conmigo, fuese al baño sanitario, a llamar por teléfono o a hacer un recorrido por el Parque de Armas, donde algunos amigos vendían libros viejos.
Por supuesto que también nadie nunca supo cual era el tema de mi libro. Muchos amigos se conformaban con leer un párrafo, pero yo les decía que no. Yo les decía que estaba escribiendo “una bomba atómica”. Pero pensaban que era un símil, pero yo sabía que jamás podían creer o imaginar que era “una bomba atómica” de verdad.
Más ese día, cuando le di varias chupadas al tabaco, al regresar a la silla que estaba ocupando (siempre dejaba en el lugar un libro, un periódico, una presilladora, un saca-presillas) observé que la almohadilla de mi asiento había sido cortada con una longitud de 3 pulgadas. Entonces, lo que nunca pensé, en ese momento, en fracciones de segundo, lo pensé.
Traté, no obstante, de recordar si cuando me senté en la silla, la almohadilla ya estaba picada. Pero no podía recordarlo con exactitud. Y como decía, en fracciones de segundos, vi toda la película.
De inmediato, recogí todas mis pertenencias y abandoné el lugar para siempre. Si aquello había sido una casualidad, un aviso, o el día que iban a joderme, no les di tiempo. En ese momento, fui capaz de comprender que todas aquellas empleadas declararían que el autor de aquella cuchillada tenía que ser yo. Alguna de ellas mismas habría dado el piquete y luego habrían declarado que cuando yo me senté en la silla, ésta no estaba picada. Habrían llamado primero al custodio de la biblioteca, luego a la policía y habrían declarado con gran satisfacción que el autor de aquella cuchillada era yo, porque yo, por ser un periodista independiente, era un contrarrevolucionario.
Quizás esa almohadilla picada era historia vieja. Pero yo recordé al capitán Dreyfus, acusado injustamente por un sector del Estado Mayor del ejército francés de venderle secretos de estado al servicio de inteligencia alemán. Y me pregunté quien sería el Emilio Zola cubano que me defendería.
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