viernes, 1 de mayo de 2009

CATANO EL CAMPESINO, Frank Correa (cuento)


Vivía al pie de una montaña, a la orilla del río. Era alto, desgarbado y en las escasas ocasiones que reía, mostraba unas encías muy rojas, sin dientes, evidencias del escorbuto. Ana, su mujer, era profundamente religiosa. Todo en ella giraba en torno a Dios y sus señales.

Los ciclones y luego la fuerte sequía que azotaba a la provincia acabó con los plátanos, las verduras, en fin, con todos los cultivos. Sin más opción para salvarse, los campesinos de los alrededores se agruparon en cooperativas. Aunque los precios que paga el estado por las cosechas son míseros, les garantizaba la rotulación del suelo, semillas, fertilizantes, plaguicidas, regadío y aditamentos necesarios para la recolección y el transporte. Además giraban sobre la educación gratuita y la salud pública.

Catano y su familia quedaron solos en aquel rincón del valle. Muriendo de sed junto al caudaloso río, que sin importarle la sequía, mantuvo una fuerte corriente aguas abajo frente a su casa. Sin una bomba para extraer una gota de agua. Sin un centavo para instalar la bomba. Sin una col que vender para tener el centavo. La salinidad flageló el suelo de la propiedad hasta las paredes de su bohío como en un cuadro surrealista. No había dinero ni para el pan ese día. Era domingo.
Sus dos hijas desayunaron con el huevo que por la mañana puso el único animal del corral, una gallina prieta que también le servia a las pequeñas como diversión cuando la perseguían por toda la casa. Aunque las niñas renegaran, el animalito era fuerte candidato a la comida esa tarde.

--¡Dios mío, ¿gallina con qué…?! –se preguntó Ana. Si Catano diera una vuelta por ahí. El monte siempre regalaba algo. Dios jamás abandona a sus hijos. Rezó en silencio, con los ojos cerrados.
Catano pareció leerle el pensamiento.
--La gallina no. Subiré la montaña. Entraré en la finca de Gutiérrez.
--Que la Divina Providencia te acompañe. Y ten cuidado con los perros. Tu olor se siente a distancia.

Catano besó a la mujer y a las niñas. Enfundó su machete, tomó un saco de yute y una soga, comenzó a subir la montaña. Era un camino pedregoso, muy poco transitado. La casa se fue alejando allá abajo. Al rato, el camino se achicó tanto que se volvió un trillo. A la hora y media de subir la casa era abajo un punto blanco junto al río.

Al rato estaba más alto. El sordo sonido del río había dejado de escucharse. Solo el follaje de sus orillas lo delineaba hasta perderse de vista. El valle se extendía hasta el horizonte. Los sembradíos de la cooperativa visto desde esa altura eran solamente cuadrículas rojas, festinadas por los surcos y los canales de regadíos. El nuevo pueblo, con sus construcciones alargadas, los tejados de zinc brillando bajo el sol, donde vivían ahora sus antiguos amigos y vecinos. Eran casas que soportaban temporales. Con electricidad, radio, televisión y refrigeradores para beber agua fría.

Se detuvo un momento a descansar sobre una piedra. Le dolían todas las articulaciones, no trabajar la tierra acrecentaba su sedentarismo y los síntomas del escorbuto. Cuando vinieron a pedirle que se integrara a la cooperativa lo rechazó, arrastrando a su familia a la miseria. A veces, cuando necesitaba un vaso de agua fría o medicinas, pensaba que había sido una batalla perdida. Catano heredó aquel bohío de su padre, con diez caballerías inservibles y llenas de marabú, junto al río.

Ya estaba en la finca de Fideliano Gutiérrez, invadiendo su propiedad, delinquiendo. Con un plan sencillo: A hurtadillas, esquivando los perros, robar por una causa justa: dar comida a su familia.
Comenzó a sentir frío. Se abotonó la vieja camisa y su andar fue más lento por el trillo, ayudándose de los bejucos y troncos de cafetos para seguir. Un rato más tarde, detuvo la marcha. El valle estaba tan abajo, que la neblina acentuaba la sensación de abismo. Descansó al pie de un manantial, bebió y se lavó un poco. Gutiérrez fue el gobierno desde el principio. Su casa estaba resguardada del mundanal ruido. Incluso antes del triunfo de la revolución, ya Gutiérrez tenía radio, televisión, agua fría, mucho dinero y todas las comodidades que alguien pudiera permitirse. Había pensado en su familia, en ser feliz.

Siguió subiendo. Fueron casi trescientos metros más de trillo difícil, hasta que al fin llegó a la cima. Se extendió ante sus ojos una gran meseta sumamente fértil, con sembrados de todo tipo. Catano se escabulló entre la maleza y avanzó hasta el lindero de los surcos. Agachado en la tierra desenrolló el saco. Con el machete comenzó a cortar los productos que sacarían a su familia de apuros. Tomó seis grandes ñames amarillos y los acomodó en el fondo. Luego echó malangas, boniatos y plátanos. Avanzó un poco más entre los surcos y llegó a las parcelas de las verduras. Tomates, coles, una gran calabaza, ajíes, cebollas, ajos, pepinos, lechugas, rábanos... hasta que el saco estuvo completamente lleno. Amarró con un nudo muy fuerte la boca del saco y cuando fue a cargarlo escuchó ladrar los perros. Primero fue ladrido de aviso y luego varios ladridos más como llamando a reunión y entonces la jauría que se le echó encima.

Sin perder un segundo, Catano regresó al trillo arrastrando el pesado saco. Se dejo caer por el trillo. Los dos primeros perros ya le daban alcance y se le echaron encima. El más grande le mordió un brazo, el otro sujetaba el saco por una punta. Tiró machetazos a diestras y siniestras y los mantuvo a raya, mientras se dejaba caer por el trillo, raudamente, con la jauría detrás. Se magullaba contra las piedras, dejando jirones de piel en la caída. Muchas veces el saco iba delante, arrastrando a Catano como un lastre, otras, bajaban abrazados saco y hombre como padre e hijo.

La humedad del trillo volvía vertiginoso el descenso y los perros le fue imposible darle alcance. Se escuchó una voz bien arriba llamándolos, los perros regresaron a su dueño. El silencio regresó a la montaña, solo se escuchaba la respiración enfermiza de Catano y los golpes del saco contra las piedras. Cuando estuvo completamente seguro de estar a salvo, detuvo la caída. Estaba molido, tenía la cara rasguñada, los codos destrozados y el brazo mordido infestándose, pero estaba feliz de su pequeña victoria sobre los perros de Gutiérrez. De poder regresar al bohío con alimentos para varios días. Por la enseñanza que le proporcionó aquella aventura: No importa el gobierno, lo primero es la familia. La seguridad y la supervivencia de la familia. Ser un Gutiérrez cuando se trate de la familia. Buscar la cima de una montaña y subsistir.

Cansado, enfermo, pero feliz, decidió continuar bajando. Reunió todas las fuerzas que pudo y se echó el saco al hombro, entonces comprendió que pesaba una enormidad. El susto de estar perseguido por una jauría lo ayudaron bajar mientras huía, pero ahora en la normalidad aquel saco pesaba tanto como un buey muerto o una gran piedra de río. De todas formas lo sostuvo y avanzó despacio, primero una bota, luego otra, el fango del trillo no ayudaba en lo más mínimo, hasta que finalmente cayó de bruces.

Volvió a sentirse un jodido, acabado por la vida. El recuerdo de Ana y las niñas lo hicieron levantarse y echarse el saco a la espalda, pudo bajar algunos metros. Resbaló y perdió el equilibrio.
Nuevamente en el piso, con la respiración entrecortada, escupiendo hojas secas y fango. Cuando intentó otra vez, doblado bajo el gran peso y dando tumbos, un paso, otro más, el trillo resbaladizo, las fuerzas lo abandonaron y cayó de costado, con la cara contra el saco y mirando el abismo a unos centímetros. Lo reconfortó ver el río abajo, brillando con el sol de la tarde, y que ya no se viera neblina, clara señal que estaba llegando. El olor a verduras y frutas lo reanimó. Se vio sentado con toda su familia en torno a la mesa, con platos repletos y humeantes. Su hogar feliz con las nuevas perspectivas de vida, pues su consigna en lo adelante sería: Primero la familia. Se movió un poco, logró poner la espalda al saco y asirlo, de manera que al levantarse, éste subiera con él. Pero las manos se le engarrotaron. Ahora vio a sus dos hijas junto a él, sobre el fango del trillo:

--¿Papi, quieres que te ayudemos?
Aquello funcionó como un estampido. Se puso de pie y embistió el saco, pero no logró moverlo, estaba soldado al piso. Semejaba una acusación desconcertante y mortal, que parecía acribillarlo con preguntas: ¿A dónde me llevas? ¿Eres mi dueño? ¿Tú me sembraste?
Catano, creyendo que el saco hablaba, comenzó a contestarle:
--¡Por favor, coopera, es por una causa justa!
Y el saco respondía:
--¿Causa? ¿Justa? ¿Qué palabras son esas que obligan a un hombre a robar?
Catano se enfureció:
--¡Coño, no me jodas, que solo soy un simple campesino, analfabeto, con una familia desesperada que te necesita!

Catano trató de levantarlo, pero el saco parecía sembrado en el trillo. Lo embistió otra vez y entonces su organismo lo traicionó, al reventar un pedo liberador de toda la inmundicia que se escondía en el interior del campesino. Un mal olor a podredumbre inundó la montaña. Se dejó caer junto al saco y lloró, con el dolor de un padre que no puede salvar a la familia. Estuvo un cuarto de hora semi inconsciente, acariciando el saco, como si fuera parte de su vida, entonces Catano tuvo la extraña impresión que iba a morir allí, solo, en la montaña, abrazado al saco de vianda y verduras. Haciendo un esfuerzo póstumo se dejó rodar trillo abajo, abrazado al saco dando vueltas sin poder enrumbar bien el camino y en un recodo, apareció de repente el abismo.
Catano tuvo que agarrarse a unos bejucos que crecían en el borde para no despeñarse, pero el saco sí cayó al vacío. Se escuchó un sonido de ramas rotas y luego un chapoteo cuando llegó al agua. Se perdió en la corriente del río.

Se asomó al barranco, pero sólo vio las tupidas copas de lo árboles abajo. Estuvo más de dos horas desplomado en la orilla del precipicio, adolorido, con el brazo hinchado, la cabeza como un tío vivo. El dolor que le provocaba la gran pérdida de su gran amigo, el saco de viandas, superaba todos los dolores físicos juntos. Un saco digno. Tal vez demasiado digno para ser el sustento de un campesino abanderado de todas las desgracias posibles.

Preso de una pena inmensa por regresar con las manos vacías, tambaleándose y hecho trizas, Catano avanzó hasta su rancho. Las niñas al verlo en esa facha, dejaron el juego con la gallina y corrieron en su ayuda. Ana, llorando, lo sostuvo cuando entró a la sala.

--¡Por Dios... hombre! ¿Qué te ha pasado?
Catano no podía articular palabra. Se dejó caer en un asiento. La idea fija del fracaso lo martillaba: ¡No pude... Ana... no pude!
Advirtió entonces que un agradable olor se esparcía por toda la casa. Sus ojos se entreabrieron lentamente, pasaron de su mujer, a las niñas, al par de suculentas ollas que humeaban a todo vapor en la cocina. Comprendiendo el estupor de Catano, la mujer miró al cielo y se persignó.
--¡Ay, Catano, la Divina Providencia…! El río nos trajo un saco lleno de comida.

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