viernes, 1 de mayo de 2009

CUANDO DE CAMBIOS SE TRATA, Oscar Mario González


Playa, La Habana, 30 de abril de 2009, (SDP) Parece ser que el hombre es un eterno inconforme siempre ávido de cambios. Para muchos esta cualidad constituye uno de los rasgos más sobresalientes y positivos del ser humano en cuanto actúa como propulsor del progreso, como catalizador del desarrollo.

Si siempre estuviéramos conformes con el presente, poco o nada haríamos para el mejoramiento del entorno y la elevación social sería impensable. Esta es una verdad axiomática.

Por eso no me sorprende esa ansia universal del presente que pugna por modificar las estructuras. Por todas partes se oyen las voces de multitudes que claman por cambios y de manera muy especial en esta parte del planeta que los europeos nombraron “Nuevo Mundo” y, particularmente, en la región latinoamericana.

Sin embargo, los cambios a ultranza pueden resultar un contrasentido que lejos de mejorar el futuro, lo pueden comprometer y empobrecer. No se trata pues de cambiar por cambiar. Es necesario que tales transformaciones impliquen un mejoramiento; que promuevan el adelanto pues a veces, y esto bien lo sabemos los isleños, se suele cambiar la vaca por la chiva y entonces, como decimos por acá, se sale de Guatemala para entrar en “guatepeor”

Tal vez no exista en el mundo de hoy pueblo mejor dotado que el cubano para argumentar sobre el tema que nos ocupa. Cuando de cambios se trata, hay que oír al cubano; hay que fijar la vista sobre el viejo carapacho del caimán antillano y oír las quejas y lamentos de un pueblo, insuperable en el orden de las desgracias y las desdichas presentes pero que un día creyó, como ninguno, en las promesas que se le hacían.

Y no es que fuera ingenuo en demasía, ni crédulo hasta la obstinación. Es que el nuevo gobierno, cual mesías, ponía resultados tangibles por delante.

A los 26 días del triunfo revolucionario, se suprimieron los desahucios de viviendas; al mes y medio, se eliminó la lotería nacional y en su lugar, se creó el INAV (Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda) con un plan de construcción de viviendas para los más pobres; a los dos meses y medio, se rebajaron los alquileres de un 30% a un 50% y a ello le siguió la reducción en el precio de la electricidad, la medicinas y los libros de textos. Los salarios se incrementaron, se crearon las “Tiendas del Pueblo” en el sector agrario con precios rebajados. Se repartieron tierras a los campesinos en virtud de la Ley de Reforma Agraria.

El nuevo gabinete vio reducidos sus salarios mientras los propietarios de todo tipo, terratenientes, industriales y comerciantes eran esquilmados, alimentándose con ello la envidia y el resentimiento naturales que hacia los poderosos casi siempre alberga el desposeído o el menos dotado.

No en balde los avisos difundidos por aquellos días sobre la eminencia del peligro totalitario encontraban total indiferencia en el pueblo o provocaba aquella famosa respuesta convertida en consigna: “Si las cosas de Fidel son cosas de comunista, que me pongan en la lista, que estoy de acuerdo con él”.

Las autoridades eran manisueltas en el reparto de las riquezas ajenas lo que creaba el doble efecto de atraer, embullar a las multitudes, a la vez que debilitaba y arruinaba a los enemigos de clase. Los revolucionarios repartieron las riquezas creadas por los capitalistas y luego empezaron a distribuir lo único que es capaz de crear el comunismo: la miseria.

Medio siglo después, la realidad habla por si sola. Cuba, otrora a la cabeza del continente en todos los renglones del progreso social, hoy va a la cola en el concierto de las naciones latinoamericanas.

Por eso, cuando veo a las muchedumbres enardecidas correr tras las figuras de los nuevos revolucionarios latinoamericanos del siglo XXI (cortados por la misma tijera que sus antecesores cubanos), no puedo dejar de repetirme con el pensamiento: ¡Pobre gente, pobre gente! ¡Si supieran lo que les espera!
osmariogon@yahoo.com

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