Habana Vieja, La Habana, 14 de mayo de 2009, (SDP) Cuando yo era chiquitico y del mamey, recuerdo a la Ciudad de La Habana organizada, limpia y muy bonita, como si fuera un museo al aire libre. Había una alegría y un por qué vivir garantizado, tanto entre los pobres como en la clase de media. Posiblemente, la gente pobre (a la cual yo pertenecía) era más feliz que la gente rica. Nosotros los pobres, que vivíamos al día y de lo que el bodeguero y el carnicero nos fiaban, teníamos una ilusión. Yo no sé cuál clase de ilusión era, pero existía esa ilusión.
Todas las semanas, o quizás una semana sí y la otra no, mi madre tenía dos llaves para abrir dos puertas de la felicidad.
Una llave abría las puertas de un deslumbrante museo el cual consistía en recorrer, después de las 7 de la noche, las calles de San Rafael, Galiano, y Reina, donde estaban las gigantescas vitrinas con sus maniquíes vestidos según fuera la época del año: invierno, primavera, verano, otoño. Aunque realmente en Cuba sólo tenemos o teníamos dos estaciones: verano e invierno.
El caso es que aquellas vidrieras (que así es como se conoce en Cuba) que ofrecían las tiendas en las aceras, eran decoradas según fuera la estación del año en los EU. Y junto a los maniquíes, todo tipo de objetos y artículos manufacturados en los EU. Por supuesto, algunas muy buenas camisas, pantalones, y calzado, eran de producción nacional.
Y mi madre y yo y todos los pobres de la época recorríamos aquellas vidrieras intensamente iluminadas donde había artículos y objetos para todas las edades.
Es cierto que los pobres jamás comprarían el 90 por ciento de aquellos objetos, pero uno se conformaba con mirarlos para deleite y alimento de los ojos. Además, las aceras y el asfalto de la calle brillaban como un espejo. Además, eran tantas las cafeterías y los pequeños establecimientos abiertos hasta altas horas de la noche con sus vitrolas con música de la época y el aroma de tantos alimentos en oferta que uno sólo podía vivir en el presente. Eran tantas las tentaciones del presente que apenas había espacio en la conciencia para pensar en el futuro.
Además, por muy pobre que mi madre y yo fuéramos, siempre antes de regresar a la casa teníamos economía para bebernos una taza de café con leche, chocolate con leche, acompañado con un trozo de pan de flauta untado generosamente de mantequilla y pasteles de carne.
Dice la gente de la vieja guardia que la capital despertaba después de las doce de la noche. Mi madre y yo no conocimos esa Habana.
Las nuevas generaciones pensarán que el resto de Cuba agonizaba, pero escribo por primera vez que el hermano de mi padrastro era un campesino que vivía en un bohío con techo de yaguas y piso de tierra en un pueblito nombrado “Calderón” perteneciente al municipio de Velasco, en la provincia de Holguín. Se llamaba Pedro Ramírez Garrido y durante los tres meses que viví en su casa, en más de una ocasión me dijo (yo tenía 11 años) que el comunismo era hambre y miseria.
La segunda llave de la felicidad que tenía mi madre era cuando nos montábamos en la ruta 132 de un modelo de la General Motor que cuando cogía una curva parecía que se iba a volcar, pero nunca se volcaba. Estas guaguas lo que tenían era tremendos amortiguadores que cuando el ómnibus cruzaba sobre un bache en la carretera apenas se notaba.
El caso es que esta guagua mi madre y yo la cogíamos cerca del Parque Central y su recorrido terminaba en las playas de Marianao. Era una delicia cuando yo sacaba la cabeza por la ventanilla y la fuerza del viento nocturno azotaba mi rostro y mi madre me decía que me apartara de la ventanilla si no quería quedarme sin cabeza. Y yo le respondía que estaba atento a cualquier cosa que yo viera venir hacia mí.
Estas fueron mis dos grandes felicidades infantiles, aunque existieron otras.
En aquella época, en cualquier acera de la ciudad había varios establecimientos y todos tenían baños limpios y podían ser usados aunque uno no fuera un consumidor. Ahora en La Habana con el lento pero indetenible deterioro de la ciudad ya no hay donde orinar y los pocos baños que existen sólo se encuentran en lugares donde el consumo es en divisas y si te dejan pasar tienes que pagar un peso en moneda nacional.
Recientemente conversé con una muchacha que cuida un determinado baño en la Habana Vieja y que me obligó a pagarle un peso cuando salía del baño. Ella me dijo que había que pagarle un peso porque ella era quien tenía que comprar el detergente, la frazada de piso, los guantes, y otros enseres más, y si estaba todo el día en el lugar para cuidar el baño, también tenía que sacar de cada peso su diario sustento, no sólo para ella, sino para sus hijos. Yo estuve de acuerdo y le pagué el peso. Luego averigüé y la plaza de cuidador o cuidadora de baño no existe en la plantilla de ningún centro de trabajo, inclusive de los lugares más o menos decentes habilitados para vender refrescos, tragos y alimentos a los extranjeros y nacionales en moneda libremente convertible conocida como CUC.
Luego nos acordamos que con los ómnibus urbanos sucede otro tanto. La mayoría de los ómnibus actuales valen 40 centavos, pero como sólo disponen del chofer, no hay conductor que te devuelva los 60 centavos. De manera que la población se ha acostumbrado a pagar un peso en vez de 40 centavos. La otra solución sería ir los lunes en la mañana a cualquier banco con 10 pesos en moneda nacional y cambiarlos por pesetas de 20 centavos. Pero la gente no está dispuesta a cargar los bolsillos o la riñonera con tanto metal.
La otra arbitrariedad son los establecimientos públicos de mala muerte que nunca tienen los 10, 20, 30, o 40 centavos para darte el vuelto.
El caso es que nuestra actual ciudad o nuestra actual sociedad es, piénsese lo que se piense, peor que la Habana anterior al año 1959.
ramon597@correodecuba.cu
Todas las semanas, o quizás una semana sí y la otra no, mi madre tenía dos llaves para abrir dos puertas de la felicidad.
Una llave abría las puertas de un deslumbrante museo el cual consistía en recorrer, después de las 7 de la noche, las calles de San Rafael, Galiano, y Reina, donde estaban las gigantescas vitrinas con sus maniquíes vestidos según fuera la época del año: invierno, primavera, verano, otoño. Aunque realmente en Cuba sólo tenemos o teníamos dos estaciones: verano e invierno.
El caso es que aquellas vidrieras (que así es como se conoce en Cuba) que ofrecían las tiendas en las aceras, eran decoradas según fuera la estación del año en los EU. Y junto a los maniquíes, todo tipo de objetos y artículos manufacturados en los EU. Por supuesto, algunas muy buenas camisas, pantalones, y calzado, eran de producción nacional.
Y mi madre y yo y todos los pobres de la época recorríamos aquellas vidrieras intensamente iluminadas donde había artículos y objetos para todas las edades.
Es cierto que los pobres jamás comprarían el 90 por ciento de aquellos objetos, pero uno se conformaba con mirarlos para deleite y alimento de los ojos. Además, las aceras y el asfalto de la calle brillaban como un espejo. Además, eran tantas las cafeterías y los pequeños establecimientos abiertos hasta altas horas de la noche con sus vitrolas con música de la época y el aroma de tantos alimentos en oferta que uno sólo podía vivir en el presente. Eran tantas las tentaciones del presente que apenas había espacio en la conciencia para pensar en el futuro.
Además, por muy pobre que mi madre y yo fuéramos, siempre antes de regresar a la casa teníamos economía para bebernos una taza de café con leche, chocolate con leche, acompañado con un trozo de pan de flauta untado generosamente de mantequilla y pasteles de carne.
Dice la gente de la vieja guardia que la capital despertaba después de las doce de la noche. Mi madre y yo no conocimos esa Habana.
Las nuevas generaciones pensarán que el resto de Cuba agonizaba, pero escribo por primera vez que el hermano de mi padrastro era un campesino que vivía en un bohío con techo de yaguas y piso de tierra en un pueblito nombrado “Calderón” perteneciente al municipio de Velasco, en la provincia de Holguín. Se llamaba Pedro Ramírez Garrido y durante los tres meses que viví en su casa, en más de una ocasión me dijo (yo tenía 11 años) que el comunismo era hambre y miseria.
La segunda llave de la felicidad que tenía mi madre era cuando nos montábamos en la ruta 132 de un modelo de la General Motor que cuando cogía una curva parecía que se iba a volcar, pero nunca se volcaba. Estas guaguas lo que tenían era tremendos amortiguadores que cuando el ómnibus cruzaba sobre un bache en la carretera apenas se notaba.
El caso es que esta guagua mi madre y yo la cogíamos cerca del Parque Central y su recorrido terminaba en las playas de Marianao. Era una delicia cuando yo sacaba la cabeza por la ventanilla y la fuerza del viento nocturno azotaba mi rostro y mi madre me decía que me apartara de la ventanilla si no quería quedarme sin cabeza. Y yo le respondía que estaba atento a cualquier cosa que yo viera venir hacia mí.
Estas fueron mis dos grandes felicidades infantiles, aunque existieron otras.
En aquella época, en cualquier acera de la ciudad había varios establecimientos y todos tenían baños limpios y podían ser usados aunque uno no fuera un consumidor. Ahora en La Habana con el lento pero indetenible deterioro de la ciudad ya no hay donde orinar y los pocos baños que existen sólo se encuentran en lugares donde el consumo es en divisas y si te dejan pasar tienes que pagar un peso en moneda nacional.
Recientemente conversé con una muchacha que cuida un determinado baño en la Habana Vieja y que me obligó a pagarle un peso cuando salía del baño. Ella me dijo que había que pagarle un peso porque ella era quien tenía que comprar el detergente, la frazada de piso, los guantes, y otros enseres más, y si estaba todo el día en el lugar para cuidar el baño, también tenía que sacar de cada peso su diario sustento, no sólo para ella, sino para sus hijos. Yo estuve de acuerdo y le pagué el peso. Luego averigüé y la plaza de cuidador o cuidadora de baño no existe en la plantilla de ningún centro de trabajo, inclusive de los lugares más o menos decentes habilitados para vender refrescos, tragos y alimentos a los extranjeros y nacionales en moneda libremente convertible conocida como CUC.
Luego nos acordamos que con los ómnibus urbanos sucede otro tanto. La mayoría de los ómnibus actuales valen 40 centavos, pero como sólo disponen del chofer, no hay conductor que te devuelva los 60 centavos. De manera que la población se ha acostumbrado a pagar un peso en vez de 40 centavos. La otra solución sería ir los lunes en la mañana a cualquier banco con 10 pesos en moneda nacional y cambiarlos por pesetas de 20 centavos. Pero la gente no está dispuesta a cargar los bolsillos o la riñonera con tanto metal.
La otra arbitrariedad son los establecimientos públicos de mala muerte que nunca tienen los 10, 20, 30, o 40 centavos para darte el vuelto.
El caso es que nuestra actual ciudad o nuestra actual sociedad es, piénsese lo que se piense, peor que la Habana anterior al año 1959.
ramon597@correodecuba.cu
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