jueves, 26 de marzo de 2009

ANTES DE PARTIR, (cuento) Frank Correa



La cifra de cubanos hechos a la mar en embarcaciones precarias para cruzar el estrecho de La Florida en busca de libertad jamás será exacta.
Es cierto que solo el desenfreno existencial o la locura justifican un acto semejante, si hay menores de edad en la aventura un rechazo unánime debe caer sobre la conciencia de los mayores en lugar del aplauso.
El estrecho de la Florida ha sido escenario de las más terribles catástrofes. De noche, miles de almas en pena tal vez deambulan sobre el oleaje sin purgar sus pecados. El instante sostenido del grito, los pulmones ensanchados como globos por tanta agua y el descenso abrupto hasta las profundidades son diarios ingredientes del teatro trágico.
Vemos las noticias, nos aterramos en el momento y luego olvidamos. A veces, vitorean la heroicidad del paso exitoso por el canal. Pero cuando la experiencia de una salida ilegal nos toca cerca, entonces penetramos en un espacio de tiempo pasmoso, como en los sueños o las fábulas.
Este es el caso del reciente adiós de Mandy. Un individuo que siempre albergó la idea de marcharse, pero jamás la pudo concretar. Hacían falta muchas cosas para construir una balsa: neumáticos de tractor, planchas de zinc, tablas, clavos, poliespuma, una máquina de soldar para sellar la estructura, hacerla resistente al embate del mar y lograr el hermetismo adecuado, equipos de navegación, porrones para el agua, alimentos… y Mandy siempre ha vivido al pairo, en un cuartucho sin luz ni agua, duerme en el piso, no tiene libreta de abastecimiento por no contar con dirección de La Habana y come lo que algunos vecinos le obsequian de vez en cuando. Tiene un solo pantalón, una camisa y un par de zapatos. Lo único verdaderamente posible en Mandy es lanzarse al mar.
--Esta noche nos tiramos –me dijo hace una semana, cuando le di una vuelta como de costumbre, para conversar. Yo tampoco cuento con recursos para ayudarlo.
Me contó que se iba en una balsa con tres individuos más. Un blanquito de Buena Vista que había puesto el dinero para comprar los materiales y dos negros de Jaimanitas, encargados de la mano de obra constructiva y de remar. La contribución de Mandy era una brújula (no imagino de dónde diablos la habrá sacado), y sus conocimientos de navegación (cuando joven estudio dos años en la escuela de marinería, sin llegar a graduarse).
Estuvimos hablando largo rato. La idea no me gustaba. Mandy tenía muchas dudas con respecto al viaje. Estaba seriamente disgustado con los dos negros (no me quiso revelar sus nombres), porque se traían algo entre manos. Le pidieron la brújula, que venía a ser como su pasaporte para embarcar, pero él se negó rotundamente y se disgustaron. Eran un par de vagos, solo pensaban en emborracharse y decir que cuando llegaran a los Estados Unidos el gobierno los estaría esperando en la orilla con los brazos abiertos.
Me contó que el blanquito de Buena Vista era un muchacho noble. Llevaban dos meses preparando el artefacto y se había gastado ya casi 1000 cuc en materiales. Todos los días tenia que comprar almuerzos y bebidas, pagar el alquiler del lugar donde estaban trabajando secretamente, además del alquiler de un camión para traer las cosas y que transportaría la balsa hasta la orilla. Los negros servían de intermediarios en las compras, le clavaban todo a sobre precio. ¿Qué opinas?
Aunque no sé absolutamente nada sobre una salida ilegal, le di a mi amigo algunos consejos básicos:
Dejar en tierra las discrepancias. En medio del mar la presión actúa sobre el sub conciente como una lanza y cualquier disputa puede ser fatal. Una sola idea debe martillar en la cabeza de los cuatro: remar, remar, llegar.
Deben tenerlo todo amarrado a la balsa, el agua, los remos, la comida y hasta ellos cuatro. Cualquier pérdida es decisiva y por el nivel de peligrosidad del acto, en ese momento todo tiene la misma importancia.
Si se vira la balsa deben estar sumamente atentos para cortar la soga que los ata, pues corren el riesgo de enredarse y quedar debajo o ser arrastrado con ella a la profundidad.
--No se pueden llevar armas de ninguna clase –dijo Mandy --. Es un acuerdo que tomamos.
--¿Y los otros? ¿Tú crees que cumplan ese acuerdo?
--No sé el blanquito, pero estoy seguro que los negros se traen algo entre manos. Por si acaso llevaré esto --me mostró un cuchillo afilado que guardaba bajo la camisa --, en situación extrema, el peligro soy yo.
Miré fijamente a mi amigo, a punto de enrolarse en una terrible aventura en un mar traicionero, envuelto en la marejada racial y la diversidad de caracteres de hombres atribulados. Tuve deseos de convencerlo a que olvidara esa locura, la posibilidad de morir en el intento era muy grande, pero Mandy no me dejó terminar. Me pidió que le echara un vistazo a su cuartucho. Luego me dijo:
--¿Para qué quedarme? Estoy muerto hace rato

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