La Habana, marzo 12 de 2009 (SDP) Confieso que este tema se las trae. Podría hacer fruncir el ceño a algún que otro cubano apasionado por creer lo que se ha vendido como una verdad total (y no a medias) repetida por la mal contada historia y el folklore.
La trampa histórica en la que estamos enredados fue urdida en el mismo año de 1902 en que se instauró la república y fue hábilmente manipulada por intereses foráneos. Continúa hasta hoy día en que “el proyecto histórico” sigue desenfocado.
Cada vez que veo un hecho de la historia de Cuba como este que contaré, me viene a la mente siempre el ya citado en otro artículo pensamiento de Santo Tomás de Aquino: “El error es creíble por la cantidad de verdad que el error contiene”.
Una tarja que se inauguró este fin de año para conmemorar la fundación del Partido de Los Independientes de Color me ha motivado escribir sobre este tema. Sin embargo, detrás de la página de esta verdad que se ha destacado en la historia, quizás por el triste fin que tuvieron aquellos hombres que habían luchado por la independencia, subyace la figura de uno de los más grandes hombres de la raza negra que ha dado esta isla: el cubano Martín Morúa Delgado. Observe que señalo la palabra cubano.
¡Que estupidez!, dirán los más apasionados. ¡Que paradoja!, diría yo. Martín Morúa nunca pensó que su decisión precipitaría posteriormente el alzamiento de los Independientes de Color.
La cinematografía y la prensa norteamericana y del mundo, incluso de Cuba, han dedicado espacios a destacar la lucha por los derechos civiles de la raza negra en Estados Unidos que promovió Martín Luther King. Sin embargo, este otro Martín
(¿será una casualidad que los dos tengan el mismo nombre?) que luchó por preservar la igualdad racial es un perfecto desconocido, no solo en el mundo, sino en su natal Cuba.
Martín Morúa Delgado, presidente del senado cubano en 1910, hombre de inteligencia excepcional, fue el que propuso la Enmienda Morúa que prohibió toda asociación política a miembros de una sola raza. Luchó, abogó y hasta casi rogó a sus hermanos que esto no sucediera y al final tuvo que proponer la ya mencionada enmienda. Como su tocayo norteamericano, Martín Morúa fue incomprendido por los extremistas de su raza.
Morúa sabía que un partido, cualquiera que fuera, integrado por hombres de una sola raza, se convertiría a la larga en un partido racista. Sabía que esta enmienda impediría que hubiera un contra-partido formado por blancos.
En la lucha fraternal por la independencia participaron negros (14 llegaron a ser generales), blancos y chinos (que por lo menos tienen un monumento en la calle Línea). Después, en la recién inaugurada república, aquella fraternidad se había desmoronado porque todos luchaban contra todos, sin percatarse de cuales eran las reales causas de ese caos político y social. Tuvieron que madurar un poco (31 años después) para comprender y originar la revolución de 1933.
Todos los independentistas (me refiero a los que lucharon por la independencia) de todos los colores se quedaron después de la contienda como el gallo de Morón. El general Emilio Núñez tuvo que organizar el Movimiento Veteranista para luchar contra la injusticia de encontrarse estos hombres sin un empleo con que ganarse el pan, sin acceso a los puestos públicos, ocupados estos por ex autonomistas y ex guerrilleros.
Otra paradoja de nuestra maraña histórica fue la del gabinete del primer presidente, Tomás Estrada Palma, integrado por estos ya mentados ex y ningún independentista.
Institucionalmente, en la cuestión racial, este país nunca fue el sur de los Estados Unidos o la Sudáfrica de Botha. Aquí nunca hubo leyes de segregación racial. ¿Acaso Cuba no tuvo renombrados músicos, pintores, economistas y hasta senadores negros y comunistas?
No es menos cierto que en determinados sectores (clubes, escuelas privadas y algunos parques de provincias) había una discriminación racial que era más bien local y sectaria que institucional.
De eso trata este artículo, de la lucha de este otro Martín por preservar la institucionalidad de la igualdad racial en Cuba. La única diferencia con el Martín estadounidense es que este último tuvo que hacer valer, sobre todo en el Sur, la institucionalidad que la Constitución de 1776 ya había proclamado.
primaveradigital@gmail.com
La trampa histórica en la que estamos enredados fue urdida en el mismo año de 1902 en que se instauró la república y fue hábilmente manipulada por intereses foráneos. Continúa hasta hoy día en que “el proyecto histórico” sigue desenfocado.
Cada vez que veo un hecho de la historia de Cuba como este que contaré, me viene a la mente siempre el ya citado en otro artículo pensamiento de Santo Tomás de Aquino: “El error es creíble por la cantidad de verdad que el error contiene”.
Una tarja que se inauguró este fin de año para conmemorar la fundación del Partido de Los Independientes de Color me ha motivado escribir sobre este tema. Sin embargo, detrás de la página de esta verdad que se ha destacado en la historia, quizás por el triste fin que tuvieron aquellos hombres que habían luchado por la independencia, subyace la figura de uno de los más grandes hombres de la raza negra que ha dado esta isla: el cubano Martín Morúa Delgado. Observe que señalo la palabra cubano.
¡Que estupidez!, dirán los más apasionados. ¡Que paradoja!, diría yo. Martín Morúa nunca pensó que su decisión precipitaría posteriormente el alzamiento de los Independientes de Color.
La cinematografía y la prensa norteamericana y del mundo, incluso de Cuba, han dedicado espacios a destacar la lucha por los derechos civiles de la raza negra en Estados Unidos que promovió Martín Luther King. Sin embargo, este otro Martín
(¿será una casualidad que los dos tengan el mismo nombre?) que luchó por preservar la igualdad racial es un perfecto desconocido, no solo en el mundo, sino en su natal Cuba.
Martín Morúa Delgado, presidente del senado cubano en 1910, hombre de inteligencia excepcional, fue el que propuso la Enmienda Morúa que prohibió toda asociación política a miembros de una sola raza. Luchó, abogó y hasta casi rogó a sus hermanos que esto no sucediera y al final tuvo que proponer la ya mencionada enmienda. Como su tocayo norteamericano, Martín Morúa fue incomprendido por los extremistas de su raza.
Morúa sabía que un partido, cualquiera que fuera, integrado por hombres de una sola raza, se convertiría a la larga en un partido racista. Sabía que esta enmienda impediría que hubiera un contra-partido formado por blancos.
En la lucha fraternal por la independencia participaron negros (14 llegaron a ser generales), blancos y chinos (que por lo menos tienen un monumento en la calle Línea). Después, en la recién inaugurada república, aquella fraternidad se había desmoronado porque todos luchaban contra todos, sin percatarse de cuales eran las reales causas de ese caos político y social. Tuvieron que madurar un poco (31 años después) para comprender y originar la revolución de 1933.
Todos los independentistas (me refiero a los que lucharon por la independencia) de todos los colores se quedaron después de la contienda como el gallo de Morón. El general Emilio Núñez tuvo que organizar el Movimiento Veteranista para luchar contra la injusticia de encontrarse estos hombres sin un empleo con que ganarse el pan, sin acceso a los puestos públicos, ocupados estos por ex autonomistas y ex guerrilleros.
Otra paradoja de nuestra maraña histórica fue la del gabinete del primer presidente, Tomás Estrada Palma, integrado por estos ya mentados ex y ningún independentista.
Institucionalmente, en la cuestión racial, este país nunca fue el sur de los Estados Unidos o la Sudáfrica de Botha. Aquí nunca hubo leyes de segregación racial. ¿Acaso Cuba no tuvo renombrados músicos, pintores, economistas y hasta senadores negros y comunistas?
No es menos cierto que en determinados sectores (clubes, escuelas privadas y algunos parques de provincias) había una discriminación racial que era más bien local y sectaria que institucional.
De eso trata este artículo, de la lucha de este otro Martín por preservar la institucionalidad de la igualdad racial en Cuba. La única diferencia con el Martín estadounidense es que este último tuvo que hacer valer, sobre todo en el Sur, la institucionalidad que la Constitución de 1776 ya había proclamado.
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