Miami, julio 2 de 2009, (SDP) “Adiós, mamá, adiós, papá, que yo me voy con Las Boyeras”. Era el estribillo pegajoso, marcado en los pies de los danzantes, los músicos y los habaneros, de una de las comparsas más populares de La Habana, nacida en el barrio Los Sitios en el año 1938. Todas lo eran: Los Componedores de Batea, de Cayo Hueso; Los Dandys, de Belén; Los Marqueses, de Atarés; El Alacrán, que representó a Jesús María, y luego al Cerro (Oye colega, no te asustes cuando veas al Alacrán tumbando caña); Los Guaracheros de Regla, La Jardinera, de la que fuera tamborero Mongo Santamaría (De un jardín cubano cogeremos flores).
Había 43 barrios en La Habana; no todos tenían su comparsa para lucirse en el Paseo del Prado los sábados de carnaval, y terminar a las puertas del Capitolio, donde se apretaba el paso para que el jurado se ganara dignamente los frijoles. Siento un bombo, mamita, me está llamando, sí, sí, son los Dandys.
Los Sitios se extendían de Zanja a Reina y de Galiano a Belascoaín. Allí estaba (sólo quedan las piedras) el barrio chino: cines, farmacias (pomada cúralo todo), periódicos, trenes de lavado, fondas y muchos “narras”, como se les decía cariñosamente, cuya mezcla con negras y mulatas dio a la Patria un tipo de hembra para guapear en el campeonato mundial de Etnología.
En la calle Zanja estaba el teatro Shanghái, sinónimo de relajo y pornografía que, comparado con la industria del desparpajo contemporáneo, era un chiste de buen gusto. Si el viejito Berenguer, en su caldera o en su nube lee estas líneas, dirá que tengo el bate afilado, y me mandaría a rezar por el descanso de sus vicios a la parroquia de la Caridad del Cobre, en Salud y Manrique, o a comprarme una careta de sátiro rumbero en la Casa de los Tres Kilos.
La Habana puede caminarse sin que uno se moje cuando llueve Los portales protegen al caminante del aguacero. O te paras junto a una columna a las puertas de un solar o una peletería a esperar que amaine el temporal.
En el barrio Los Sitios, en la esquina de Reina y Lealtad se levanta una mansión de dos plantas, última reliquia del Art Nouveau criollo. Allí radicaba la revista Cuba, que fue luego Cuba Internacional. Si se quiere atrapar una imagen del mejor periodismo cubano de los últimos cincuenta años, hay que abrir sus páginas (formato Life). Allí sentaron cátedra periodistas, poetas y escritores de toda estirpe. Pintores, dibujantes, diseñadores gráficos, fotógrafos de lente maravillosa. Como diría don Guayabero: la flor y la bachata. Nombrar sería interminable.
Por sus pasillos, junto a las mamparas de cristal esmerilado y el hierro forjado de balcones interiores y exteriores, se paseaba lunes, miércoles y viernes, encendiendo y apagando lámparas coquetonas, una dama de blanco, dicen que la dueña de la mansión. Cabellos cenizos, vestido de encaje, medias de seda blanca, sombrero adornando la frente y la cabeza. Llegaba puntual a las diez de la noche. En los días de cierre los intrépidos se aventuraban a verla atravesar las paredes de los cuartos de redacción, caminar por el pasillo del segundo piso y perderse en el salón de reuniones, que fue la cocina de la casa. Sonreía con la sonrisa volátil de los fantasmas y atravesaba el muro sin despedirse. Se hizo costumbre verla. Pero siempre fue un secreto compartido entre un grupo selecto. Un día no volvió y las noches de cierre no tuvieron el mismo encanto.
En aquel salón, una mañana de octubre de 1969, agentes de la Seguridad del Estado convocaron a periodistas y fotógrafos. “Sabemos que aquí –dijo enérgico el capitán Salcedo- se le están poniendo nombrecitos al Comandante, y eso no lo vamos a permitir. Que quede claro”. Nadie lo confesó después, pero todos temblaron ante el mandato del hijo de Pepe Stalin. En la revista nació uno de los nombretes más certeros con que se bautizó al Máximo: Guarapo. El autor de la gracia permanecerá en el anonimato, pero el Comandante quedó machacado para siempre con aquel apodo que él mismo se ganó por su sonsonete perpetuo sobre la zafra de los diez millones, donde nos metió de cabeza a comer de la que pica el pollo.
La revista nunca fue santo de la devoción del Departamento de Orientación Revolucionaria. Era un nido de diversionistas ideológicos. ¿Qué coños será eso? A tanto llegó la fobia, que un número especial dedicado a Ernesto Guevara en la Sierra Maestra fue sacado de circulación porque –dijeron- se ponía por encima del Comandante la imagen de Ché. La investigación y la redacción del número se encomendaron a Froilán Escobar y Félix Guerra. Las ilustraciones al Maestro José Luis Posada, que en paz descanse, y las fotos a José A. Figueroa.
Escobar fue a parar sin escala a las obras de construcción del hospital Ameijeiras, y allí permaneció durante diez años. Guerra se perdió en un oscuro escritorio de una empresa de propaganda. No volvieron a publicar una línea, en ninguna parte durante mucho tiempo.
Siempre fue una fiesta trabajar junto a Baltasar Enero (editor de Cuba en ruso y corrector de pruebas, oficio desaparecido del periodismo). Era el alma de todos. Loco, poético, cantaor, libidinoso. Se le atribuyen las novelitas de relajo firmadas por El Conde Eros. Dicen que él mismo fabricaba las galeras en el linotipo de la imprenta P. Fernández, donde trabajaba.
Arsenio Rodríguez inmortalizó al barrio Los Sitios y otros barrios de La Habana. Los Sitios Asere sueña bien; son del bueno para bailar hasta mañana en dos o tres ladrillos. ¿Volverá el barrio a bañarse en su propia nostalgia de conga y puñales? Nadie lo sabe, el tiempo es un jugador tramposo, y se va, se va con Las Boyeras.
aconte1812@aol.com
Había 43 barrios en La Habana; no todos tenían su comparsa para lucirse en el Paseo del Prado los sábados de carnaval, y terminar a las puertas del Capitolio, donde se apretaba el paso para que el jurado se ganara dignamente los frijoles. Siento un bombo, mamita, me está llamando, sí, sí, son los Dandys.
Los Sitios se extendían de Zanja a Reina y de Galiano a Belascoaín. Allí estaba (sólo quedan las piedras) el barrio chino: cines, farmacias (pomada cúralo todo), periódicos, trenes de lavado, fondas y muchos “narras”, como se les decía cariñosamente, cuya mezcla con negras y mulatas dio a la Patria un tipo de hembra para guapear en el campeonato mundial de Etnología.
En la calle Zanja estaba el teatro Shanghái, sinónimo de relajo y pornografía que, comparado con la industria del desparpajo contemporáneo, era un chiste de buen gusto. Si el viejito Berenguer, en su caldera o en su nube lee estas líneas, dirá que tengo el bate afilado, y me mandaría a rezar por el descanso de sus vicios a la parroquia de la Caridad del Cobre, en Salud y Manrique, o a comprarme una careta de sátiro rumbero en la Casa de los Tres Kilos.
La Habana puede caminarse sin que uno se moje cuando llueve Los portales protegen al caminante del aguacero. O te paras junto a una columna a las puertas de un solar o una peletería a esperar que amaine el temporal.
En el barrio Los Sitios, en la esquina de Reina y Lealtad se levanta una mansión de dos plantas, última reliquia del Art Nouveau criollo. Allí radicaba la revista Cuba, que fue luego Cuba Internacional. Si se quiere atrapar una imagen del mejor periodismo cubano de los últimos cincuenta años, hay que abrir sus páginas (formato Life). Allí sentaron cátedra periodistas, poetas y escritores de toda estirpe. Pintores, dibujantes, diseñadores gráficos, fotógrafos de lente maravillosa. Como diría don Guayabero: la flor y la bachata. Nombrar sería interminable.
Por sus pasillos, junto a las mamparas de cristal esmerilado y el hierro forjado de balcones interiores y exteriores, se paseaba lunes, miércoles y viernes, encendiendo y apagando lámparas coquetonas, una dama de blanco, dicen que la dueña de la mansión. Cabellos cenizos, vestido de encaje, medias de seda blanca, sombrero adornando la frente y la cabeza. Llegaba puntual a las diez de la noche. En los días de cierre los intrépidos se aventuraban a verla atravesar las paredes de los cuartos de redacción, caminar por el pasillo del segundo piso y perderse en el salón de reuniones, que fue la cocina de la casa. Sonreía con la sonrisa volátil de los fantasmas y atravesaba el muro sin despedirse. Se hizo costumbre verla. Pero siempre fue un secreto compartido entre un grupo selecto. Un día no volvió y las noches de cierre no tuvieron el mismo encanto.
En aquel salón, una mañana de octubre de 1969, agentes de la Seguridad del Estado convocaron a periodistas y fotógrafos. “Sabemos que aquí –dijo enérgico el capitán Salcedo- se le están poniendo nombrecitos al Comandante, y eso no lo vamos a permitir. Que quede claro”. Nadie lo confesó después, pero todos temblaron ante el mandato del hijo de Pepe Stalin. En la revista nació uno de los nombretes más certeros con que se bautizó al Máximo: Guarapo. El autor de la gracia permanecerá en el anonimato, pero el Comandante quedó machacado para siempre con aquel apodo que él mismo se ganó por su sonsonete perpetuo sobre la zafra de los diez millones, donde nos metió de cabeza a comer de la que pica el pollo.
La revista nunca fue santo de la devoción del Departamento de Orientación Revolucionaria. Era un nido de diversionistas ideológicos. ¿Qué coños será eso? A tanto llegó la fobia, que un número especial dedicado a Ernesto Guevara en la Sierra Maestra fue sacado de circulación porque –dijeron- se ponía por encima del Comandante la imagen de Ché. La investigación y la redacción del número se encomendaron a Froilán Escobar y Félix Guerra. Las ilustraciones al Maestro José Luis Posada, que en paz descanse, y las fotos a José A. Figueroa.
Escobar fue a parar sin escala a las obras de construcción del hospital Ameijeiras, y allí permaneció durante diez años. Guerra se perdió en un oscuro escritorio de una empresa de propaganda. No volvieron a publicar una línea, en ninguna parte durante mucho tiempo.
Siempre fue una fiesta trabajar junto a Baltasar Enero (editor de Cuba en ruso y corrector de pruebas, oficio desaparecido del periodismo). Era el alma de todos. Loco, poético, cantaor, libidinoso. Se le atribuyen las novelitas de relajo firmadas por El Conde Eros. Dicen que él mismo fabricaba las galeras en el linotipo de la imprenta P. Fernández, donde trabajaba.
Arsenio Rodríguez inmortalizó al barrio Los Sitios y otros barrios de La Habana. Los Sitios Asere sueña bien; son del bueno para bailar hasta mañana en dos o tres ladrillos. ¿Volverá el barrio a bañarse en su propia nostalgia de conga y puñales? Nadie lo sabe, el tiempo es un jugador tramposo, y se va, se va con Las Boyeras.
aconte1812@aol.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario