jueves, 9 de julio de 2009

LA ELECCIÓN, Frank Correa (Cuento)

--La silla eléctrica, la cámara de gas o la inyección letal... curiosa elección –pensó.
Estaba en la celda oscura, tendido en el camastro y mirando fijamente el techo. Toda su vida fue eso: una constante elección. Ahora de nuevo con varias posibilidades delante para escoger. Se movió estirando las piernas. Le dolían de tanto reposo.
¡Qué interesante! Estar condenado a muerte y tener uno mismo que elegir. ¡Cochina condescendencia! Morir de una forma o de otra es igual... lanzó un profundo suspiro.
La tranquilidad de la celda y su soledad lo transformaron. Ya era un ser inerte. Apenas se levantaba para tomar los alimentos que le pasaban por el orificio o al agacharse sobre el hueco de las necesidades. El, esto era allí, tendido. Esperando. Aunque funcionalmente no pertenecía ya a este mundo, faltaba definir cómo saldría de él.
Esa noche se cumplía la sentencia.
Si alguien lo hubiese visto cuando pensaba en la elección, observaría una nube gris surcando su rostro, repentinamente envejecido. Se volvió hacia la pared. De la noche a la mañana era un terrible asesino.
–Tres muertos en un solo minuto. ¡Nuevo récord para la ciudad! --dijo el Fiscal en las conclusiones.
Cuando lo retiraban entre los guardias, todavía escuchaba su acento fiscaleño:
--¡Según mis cálculos, a ese ritmo, el acusado borraba la ciudad en... tres días... justamente!
Y todo por aquella maldita paleta. Si hubiese tenido otra cosa en la mano, tal vez hubieran terminado en la cama, como siempre, una cama de verdad, junto al cuerpo tibio de Anny... no aquel camastro frío y solitario...
--¡Maldita paleta!
Pero estaba ofuscado en terminar la estatuilla para mostrársela. Y cuando comprendiera que se había casado con un maestro, con un genio, con un clásico, que toda aquella hambre y esa oscura vida a la que la arrastró por lograr su propósito estaban salvadas ya, entonces la iba a invitar a dar un paseo por ahí. Jugando a adivinar las constelaciones en el cielo. Cualquiera que encontrara ella siempre decía que era Andrómeda.
Raspaba ya los últimos contornos con la paleta, cuando llegó Anny. Por la forma en que peleaba y por los gestos, dedujo que venía de platicar con Margot, la vecina. Sin hacer el menor caso, continuó raspando la pieza. Ella, pareció perder los estribos con la indiferencia y se arrojó encima... Su brusquedad lanzó al piso la estatuilla haciéndose añicos Al ver su obra maestra fragmentada la ira lo cegó. Cuando recobró la razón, vio que le había clavada la paleta en el pecho.
--Qué difícil se vuelve todo al recordarlo.
Ahora que pasaba revista, las secuencias aparecían nítidamente borrosas. Un lente que se abría y cerraba una y otra vez como una maquinación diabólica, impregnando una espectralidad desesperante a los recuerdos. Pasando de la oscuridad absoluta a la claridad súbita. Los ojos de Anny, desmesuradamente azules, lo hicieron vibrar en el camastro.
--Todo fue tan fugaz como un suspiro --pensó.
El agujero que dejó la paleta producía una impresión horrible. ¡La he matado! ¡La he matado!, se repetía como un reloj. En aquel momento, la vecina apareció en la puerta, acudió seguramente por el grito.
Su nariz huraña fue quien primero entró en la habitación. Luego los ojos de lechuza que parecían graznar: ¡Lo he visto todo... no podrás negar nada...!
--¡Maldita vieja!
Margot entró gritando, con las manos en la cabeza.
--¡Por Dios... qué has hecho! ¡Asesino! ¡Corran que aquí hay un asesino!
Y decía la verdad. Era un asesino, con otra víctima delante. Lo que no imaginaba la vecina que ahora la víctima era apetitosa. Era quien azuzaba a Anny para que le riñera por su nueva adicción a la escultura. Y le inyectaba todas las tardes:
--¿Vas a permitir que te llene la casa de piedras? ¿Vas a soportar ese infernal sonido en el cuarto? --. Y luego su frase favorita -- ¡Fuerte con el marido... fuerte!
Era un buen momento para el desquite. Su lomo grasiento aparecía casi al alcance de la mano. Sintió la paleta como se hundía en la espalda de Margot, que retorciéndose, abrió los brazos con las manos como garras.
Se mojó los labios con la lengua. La celda era sumamente calurosa. Afuera ya debía ser de noche. De pie, en medio de la habitación y cabizbajo, contemplaba los cadáveres, cuando apareció la tercera víctima.
Contra Alfredo jamás tuvo nada personal. Era un hombre dócil. Un esposo modelo, como lo llamaba Margot. Entró al cuarto como un vendaval, despidiendo llamas por los ojos. Al ver el cuerpo sin vida de su esposa lanzó un juramento al aire y saltó heroicamente sobre la paleta. Había adquirido cierta destreza ya con el instrumento. Era menos aburrido que raspar piedras, sinceramente.
La paleta entró varias veces en el cuerpo de Alfredo, que acompañaba cada golpe con un ridículo saltillo. Luego, fiel esposo, cayó junto al cuerpo de su amada.
Ocurrió exactamente así. Como el ensayo de una obra teatral. El resto fue nada interesante. A no ser la aflautada voz del Fiscal, que recordaba una enciclopedia.
Afuera se escucharon pasos.
--Bueno –se dijo --, de un momento a otro vendrán a buscarte y todo acabará. Vamos, decídete por algo.
Se sentó en la cama. Más bien se acurrucó, escondiendo la cabeza entre las piernas. ¿Qué prefieres? ¿El gas? ¿La corriente eléctrica? ¿El veneno inyectado?
Le resultaba curioso descubrir que la muerte no le causaba ningún terrible espanto. Más bien sus formas le inquietaban y el tener que elegir le disgustaba un tanto. Recordó de pequeño que al tocar un cable pelado el calambrazo le causaba pavor. Se figuró achicharrado, carbonizado...
El sudor le corría por todo el cuerpo. Volvió a tenderse boca arriba. Tampoco el gas le agradaba lo más mínimo. Se imaginaba buscando un orificio para respirar aire puro. Gritando inútilmente hasta morir arreptilado, en contorsiones espantosas...
No cabían dudas que la inyección era más profesional. Mucho más ahora, que acababa de encontrar su verdadera vocación. Su identidad. En los últimos años su vida transcurrió de un oficio a otro y cuando pensó que en la escultura, se encontraba al fin, la vida le entregaba para gozo un soplo de felicidad. ¿Un soplo dijiste? ¡Una avalancha de felicidad!
--Demasiado tarde --se dijo.
Nuevamente se escucharon pasos a través del pasillo. Esta vez se detuvieron frente a su puerta. Dejó de escribir. Levantó la cabeza y esperó a que los pasos se alejaran. Imposible, había llegado la hora.
--Qué lástima --pensó --, ahora que he descubierto mis posibilidades como escritor, no podré ya nunca terminar esta historia.
La leyó otra vez desde el comienzo. Vivía nuevamente cada detalle. Con la satisfacción de quien está convencido de haber logrado algo realmente bueno. Mejor que sus partidas de ajedrez. Mejor que sus extensas colecciones de sellos. Incluso mejor que las estatuas en piedras y que todo lo hecho hasta hoy durante su vida.
--Con un relato así me hubiese hecho famoso. Luego con la fama, podría haber escrito muchos más, tan buenos como éste.
Se puso de pie y caminó de un lado a otro analizando su obra. No le importaban ya los pasos que venían a buscarlo.
--El asunto es lo más serio y condenado que un asunto pueda serlo. Una historia real, arrancada de cuajo a la vida. Cero fantasías, todo real: los gritos, la sangre de los cuerpos, la paleta. El lenguaje es fluido y respetuoso. Tal vez aquí está resumido mi estilo. Sonrió.

(Tomado del libro de cuento La elección, premio Boti 1991).

No hay comentarios: