La Habana, julio 9 de 2009 (SDP) La convivencia aún es una zona sumamente controvertida en la sociedad cubana. El ensordecedor ruido de la música, a veces todo el día o la noche, afecta la tranquilidad y el diario vivir de cualquier ciudadano que la sufre.
Naldo y su esposa, por ejemplo, viven airados, desconcertados e impotentes ante las prácticas de hostigamiento por acciones de contaminación acústica que reciben de unos vecinos de su edificio y una cafetería en los bajos de su vivienda, ubicada en la calle Aguacate y Muralla, del municipio Habana Vieja. Para Naldo, un profesor de economía, y su cónyuge, una socióloga, la tranquilidad y el reposo es imposible bajo aquel cerco sonoro en que viven.
Estoy seguro que alguno de ustedes ha sido o es víctima también de situaciones de hostilidad sonora en sus alrededores. Los atropellos de los patrones de convivencia que enfrentamos en nuestra cotidianeidad, abundan en esta ciudad. Uno padece del ruido en una guagua, un auto, un taller, un bicitaxi, en la cafetería. También de su propio vecino e incluso del vocerío inconfundible que padecen ciertos cubanos en cualquier parte. ¡De cuanta cosa hay!.
Lo peor es que la impunidad sonora hace de las suyas para convertir La Habana en una selva decibélica sin control alguno.
Xiomara Betancourt, una obrera de un taller de costura. me cuenta contrariada como ha sido victima de esa cultura del ensordecimiento que toma cada vez mas fuerza. Ella alega que sus hijos durante décadas gustan de oír la música a todo volumen. Y es de esperar ese detrimento de su capacidad auditiva que ha pronosticado el médico como resultado de esos desmanes. Habría que preguntar a sus vecinos si también han sido afectados con esos ruidos.
Al parecer nadie se salva del llamada “síndrome bocina”. En el reparto Buena Vista, de Playa, y en la totalidad de los barrios de la capital cuentan vecinos que sus madrugadas se vuelven atronadoras por el ruido de las bocinas.
La especie de epidemia de irrespeto al derecho ajeno, donde no se observa una voluntad coherente para hallar una solución, está de moda. En definitiva, a los infractores, con la indolencia que los genera, nadie los multa. “Aquellos que deben sancionarlos forman parte de esa indisciplina social y de los agravios de la convivencia”, expresó un abogado que como muchos otros, sufre también esa contaminación sonora.
primaveradigital@gmail.com
Naldo y su esposa, por ejemplo, viven airados, desconcertados e impotentes ante las prácticas de hostigamiento por acciones de contaminación acústica que reciben de unos vecinos de su edificio y una cafetería en los bajos de su vivienda, ubicada en la calle Aguacate y Muralla, del municipio Habana Vieja. Para Naldo, un profesor de economía, y su cónyuge, una socióloga, la tranquilidad y el reposo es imposible bajo aquel cerco sonoro en que viven.
Estoy seguro que alguno de ustedes ha sido o es víctima también de situaciones de hostilidad sonora en sus alrededores. Los atropellos de los patrones de convivencia que enfrentamos en nuestra cotidianeidad, abundan en esta ciudad. Uno padece del ruido en una guagua, un auto, un taller, un bicitaxi, en la cafetería. También de su propio vecino e incluso del vocerío inconfundible que padecen ciertos cubanos en cualquier parte. ¡De cuanta cosa hay!.
Lo peor es que la impunidad sonora hace de las suyas para convertir La Habana en una selva decibélica sin control alguno.
Xiomara Betancourt, una obrera de un taller de costura. me cuenta contrariada como ha sido victima de esa cultura del ensordecimiento que toma cada vez mas fuerza. Ella alega que sus hijos durante décadas gustan de oír la música a todo volumen. Y es de esperar ese detrimento de su capacidad auditiva que ha pronosticado el médico como resultado de esos desmanes. Habría que preguntar a sus vecinos si también han sido afectados con esos ruidos.
Al parecer nadie se salva del llamada “síndrome bocina”. En el reparto Buena Vista, de Playa, y en la totalidad de los barrios de la capital cuentan vecinos que sus madrugadas se vuelven atronadoras por el ruido de las bocinas.
La especie de epidemia de irrespeto al derecho ajeno, donde no se observa una voluntad coherente para hallar una solución, está de moda. En definitiva, a los infractores, con la indolencia que los genera, nadie los multa. “Aquellos que deben sancionarlos forman parte de esa indisciplina social y de los agravios de la convivencia”, expresó un abogado que como muchos otros, sufre también esa contaminación sonora.
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