El Gordo fue el primero que me habló de las fotos de Robert Mapplethorpe. Fue en una cola para entrar en la Cinemateca, allá por 1979. Estaba fascinado con aquellas fotografías. Las había descubierto en una revista especializada extranjera que el azar llevó a sus manos. Excitado, hablaba de sombras, ángulos y texturas. Decía que era exactamente el tipo de fotos que él hubiera deseado tomar.
Nunca las pudo hacer. No fue porque le faltara talento. La suerte, su época y su cámara rusa no le acompañaron. Una opacidad cegadora e indeseable, veló sus fotos.
Cuando el Gordo descubrió el arte homo erótico del fotógrafo neoyorquino, ya había renunciado con tristeza a la fotografía artística. Tenía que mantener a sus padres jubilados. En medio de su total frustración, hacía fotos de bodas y fiestas de 15. También retrataba recién nacidos y mamás sonrientes en salas de hospitales ginecobstétricos. Luego, repartía y cobraba las fotos a domicilio. A pie o de guagua en guagua. De un extremo al otro de la ciudad. A veces, un poco más allá.
No se resignaba a su destino. Decía que no soportaba la mediocridad. Había nacido con otras metas, sólo que en un lugar y un tiempo equivocados.
Soñaba con otra vida. Nunca nada había resultado como quería. Ni siquiera su cuerpo. De niño, se burlaban de él. En ocasiones, de un modo cruel. Cuando llegaba llorando a su casa, sus padres le decían que se fajara, que los hombres aprenden a serlo desde pequeños. Sus padres nunca lo entendieron. El trabajo y las tareas políticas le ocupaban demasiado tiempo.
El Gordo sólo tenía a sus amigos. Compartía libros y discos con ellos, pero no se atrevía a ser sincero. Todos lo sospechaban, pero el Gordo no quería admitir que era homosexual. Le gustaban los varones en casi todas las tesituras y un poco menos, sólo algunas de las actrices más bellas del cine europeo.
Sus amigos lo visitaban poco. Sólo podían ir cuando los viejos no estaban en casa. En esas ocasiones, el Gordo se ponía raro. Hacía sentir incómodos a sus visitantes.
Una noche, la policía lo recogió en El Carmelo. Entró a tomar té luego de un concierto de Eva Pilarova en el teatro de Calzada y D. Lo montaron a empujones, esposado, en un camión cubierto con una lona verde oliva. Lo acusaron de lumpen, desviado y exhibicionista. Pasó casi dos años en los cañaverales de Camaguey.
No le gustaba que le preguntaran sobre su estancia en las UMAP. Prefería hablar de arte y del budismo zen, retratar hippies por los parques de El Vedado y soñar con dirigir cine underground.
La última vez que me lo tropecé fue en la cola de un cine. Exhibían alguna buena película con muchos años de retraso. Hair, de Milos Forman. Cabaret, de Bob Fosse. No recuerdo. Con premura, amanerado a ratos, siempre nervioso y tartamudo, me puso al tanto de sus nuevos hallazgos en la vanguardia artística.
Seguía haciendo fotos para vender, me contó resignado. De su vida hablaba poco. Lo necesario para que uno comprendiera de inmediato lo terriblemente infeliz que era su vida y cuanto sufría.
En 1980, el Gordo no se fue por Mariel para no disgustar a sus padres. La ida de su único hijo los hubiera matado. Ellos eran revolucionarios. Él era su único sustento. Aunque no entendían sus rarezas, lo querían regañonamente. Confiaban que acabaría integrándose a la revolución. Esperaban que un día se casara y les diera nietos.
Cuando estaba en casa, el Gordo se encerraba en su cuarto a oír sonatas de Debussy y discos de Queen. Era lo único que lo calmaba del ahogo que sentía, en el oscuro cuarto de revelado, entre las fotos de quinceañeras en poses ridículas, besos de novios, pasteles de boda y sonrosados bebés. Dicen que, a ratos, se le oía sollozar en la habitación.
Estoy ante la muestra habanera de Robert Mapplethorpe. Las 48 estupendas fotos de la exposición Sagrado y Profano. Directas desde la Gran Manzana. Un bofetón en los sentidos.
Contemplo incrédulo los Self Portraits, Thomas in a Circle, Ken y Robert, los retratos de Patty Smith, Susan Sarandon, Andy Warhol y Arnold Schwaznegger…Como en un sueño o una pesadilla, veo las fotos que no pudo hacer el Gordo. No porque no fuera capaz sino porque no se lo permitieron.
El gordo no pudo ver las fotos de Mapplethorpe exhibidas en La Habana. Murió a los 49 años, en el verano de 1995. Lo encontraron atiborrado de barbitúricos, desangrado. Se había abierto las venas con una cuchilla de afeitar.
La tarde anterior, había lanzado contra la pared del comedor su plato de sopa y gritó a sus padres que los odiaba. A ellos y a su revolución. Que quería largarse. Si querían nietos, que los adoptaran, porque él era maricón. Lo repitió, a gritos, tres veces, por si no lo habían entendido bien.
Si no supiera que está sepultado en el cementerio de Calabazar, juraría haber visto al Gordo al salir de la exposición de Mapplethorpe. Con su cámara rusa Kiev, y su bolso gris, siempre lleno de libros, revistas y películas, cruzaba, como una reina que vuelve del destierro, la Plaza Vieja hacia la Fototeca de Cuba.
Arroyo Naranjo, abril de 2006
Nunca las pudo hacer. No fue porque le faltara talento. La suerte, su época y su cámara rusa no le acompañaron. Una opacidad cegadora e indeseable, veló sus fotos.
Cuando el Gordo descubrió el arte homo erótico del fotógrafo neoyorquino, ya había renunciado con tristeza a la fotografía artística. Tenía que mantener a sus padres jubilados. En medio de su total frustración, hacía fotos de bodas y fiestas de 15. También retrataba recién nacidos y mamás sonrientes en salas de hospitales ginecobstétricos. Luego, repartía y cobraba las fotos a domicilio. A pie o de guagua en guagua. De un extremo al otro de la ciudad. A veces, un poco más allá.
No se resignaba a su destino. Decía que no soportaba la mediocridad. Había nacido con otras metas, sólo que en un lugar y un tiempo equivocados.
Soñaba con otra vida. Nunca nada había resultado como quería. Ni siquiera su cuerpo. De niño, se burlaban de él. En ocasiones, de un modo cruel. Cuando llegaba llorando a su casa, sus padres le decían que se fajara, que los hombres aprenden a serlo desde pequeños. Sus padres nunca lo entendieron. El trabajo y las tareas políticas le ocupaban demasiado tiempo.
El Gordo sólo tenía a sus amigos. Compartía libros y discos con ellos, pero no se atrevía a ser sincero. Todos lo sospechaban, pero el Gordo no quería admitir que era homosexual. Le gustaban los varones en casi todas las tesituras y un poco menos, sólo algunas de las actrices más bellas del cine europeo.
Sus amigos lo visitaban poco. Sólo podían ir cuando los viejos no estaban en casa. En esas ocasiones, el Gordo se ponía raro. Hacía sentir incómodos a sus visitantes.
Una noche, la policía lo recogió en El Carmelo. Entró a tomar té luego de un concierto de Eva Pilarova en el teatro de Calzada y D. Lo montaron a empujones, esposado, en un camión cubierto con una lona verde oliva. Lo acusaron de lumpen, desviado y exhibicionista. Pasó casi dos años en los cañaverales de Camaguey.
No le gustaba que le preguntaran sobre su estancia en las UMAP. Prefería hablar de arte y del budismo zen, retratar hippies por los parques de El Vedado y soñar con dirigir cine underground.
La última vez que me lo tropecé fue en la cola de un cine. Exhibían alguna buena película con muchos años de retraso. Hair, de Milos Forman. Cabaret, de Bob Fosse. No recuerdo. Con premura, amanerado a ratos, siempre nervioso y tartamudo, me puso al tanto de sus nuevos hallazgos en la vanguardia artística.
Seguía haciendo fotos para vender, me contó resignado. De su vida hablaba poco. Lo necesario para que uno comprendiera de inmediato lo terriblemente infeliz que era su vida y cuanto sufría.
En 1980, el Gordo no se fue por Mariel para no disgustar a sus padres. La ida de su único hijo los hubiera matado. Ellos eran revolucionarios. Él era su único sustento. Aunque no entendían sus rarezas, lo querían regañonamente. Confiaban que acabaría integrándose a la revolución. Esperaban que un día se casara y les diera nietos.
Cuando estaba en casa, el Gordo se encerraba en su cuarto a oír sonatas de Debussy y discos de Queen. Era lo único que lo calmaba del ahogo que sentía, en el oscuro cuarto de revelado, entre las fotos de quinceañeras en poses ridículas, besos de novios, pasteles de boda y sonrosados bebés. Dicen que, a ratos, se le oía sollozar en la habitación.
Estoy ante la muestra habanera de Robert Mapplethorpe. Las 48 estupendas fotos de la exposición Sagrado y Profano. Directas desde la Gran Manzana. Un bofetón en los sentidos.
Contemplo incrédulo los Self Portraits, Thomas in a Circle, Ken y Robert, los retratos de Patty Smith, Susan Sarandon, Andy Warhol y Arnold Schwaznegger…Como en un sueño o una pesadilla, veo las fotos que no pudo hacer el Gordo. No porque no fuera capaz sino porque no se lo permitieron.
El gordo no pudo ver las fotos de Mapplethorpe exhibidas en La Habana. Murió a los 49 años, en el verano de 1995. Lo encontraron atiborrado de barbitúricos, desangrado. Se había abierto las venas con una cuchilla de afeitar.
La tarde anterior, había lanzado contra la pared del comedor su plato de sopa y gritó a sus padres que los odiaba. A ellos y a su revolución. Que quería largarse. Si querían nietos, que los adoptaran, porque él era maricón. Lo repitió, a gritos, tres veces, por si no lo habían entendido bien.
Si no supiera que está sepultado en el cementerio de Calabazar, juraría haber visto al Gordo al salir de la exposición de Mapplethorpe. Con su cámara rusa Kiev, y su bolso gris, siempre lleno de libros, revistas y películas, cruzaba, como una reina que vuelve del destierro, la Plaza Vieja hacia la Fototeca de Cuba.
Arroyo Naranjo, abril de 2006
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