Arroyo Naranjo, La Habana, junio 18 de 2009 (SDP) Cosas de la casualidad o de las mañas de Dios o la suerte que ayudan a (sobre) vivir, los momentos más terribles de la revolución cubana casi siempre los pasé tan inmerso en mis propios problemas que no pudieron deprimirme demasiado o provocarme más pesadillas de las habituales.
La purga de altos oficiales del ejército y el MININT de junio de 1989 me sorprendió en plena crisis personal. Tenía poco más de 30 años, me habían expulsado por problemas ideológicos de otro trabajo y acababa de divorciarme. Trataba de adaptarme a estar sin mis hijos. Tenía que conformarme con visitarlos sólo un par de veces a la semana. Entretanto, bebía mucho y cambiaba de pareja con frecuencia. En las noches que no estaba borracho o acostado con alguna nueva conquista, si el cansancio de trabajar en la construcción no lograba dormirme, recuerdo que veía en mi viejo televisor ruso Krim, en blanco y negro, los juicios de la Causa 1.
Tanto estalinismo deprimía. Recuerdo en particular un “tribunal de honor” integrado por generales, que salvo alguna rara excepción, se pronunciaban unánimemente por la pena de muerte para sus compañeros. Estos, por su parte, aceptaban los cargos casi sin chistar, con una resignación de zombies. O de guerreros con una fidelidad tan suicida que espantaba.
Comenté por aquellos días con varios amigos que aquello parecía una película de horror. El flaco Luján, tan borracho como siempre, me aconsejó que no me preocupara tanto por “las broncas de esta gente”. “Mejor, tú verás que poco a poco se fusilan entre ellos, así nos libramos de todos”, decía. Las predicciones de mi amigo no se cumplieron. Murió un año después de la caída del Muro de Berlín. Su hígado reventó de tanto alcohol. Le ahorró el Período Especial y todo lo que siguió.
La gente en la calle no ocultaba que estaba en contra de los fusilamientos. Los intereses del régimen muy raramente coinciden con los de la población. Especialmente la gente estaba en contra de que fusilaran al general Arnaldo Ochoa. Admiraban que a fuerza de inteligencia y valor, de guajirito jodedor y lépero de la Sierra Maestra hubiera llegado, tras su paso por la Academia Frunze y las guerras africanas, a Héroe de la República de Cuba.
En lo personal, no me gustan los héroes guerreros, pero en el caso del general Ochoa, confieso que pesó el hecho de que para colmo, tuve que soportar que una amante ocasional de aquellas noches de 20 junios atrás, exclamara frente al televisor, los ojos aguados y entre pucheros: “Que lástima que lo vayan a fusilar, con lo bueno que está ese trigueño”.
Ojala estuviera en mis manos un final feliz para esta historia. O mejor, que nunca hubieran ocurrido la Causa 1 y los fusilamientos.
En el caso de Ochoa, que siguiera vivo y en una de sus francachelas, hubiera conocido y hecho su amante cortesana a mi amiga, que, materialista como era, así no hubiera tenido que hacerse jinetera, casarse con un abogado jubilado de Milán que daba náuseas y largarse de este país, por el cual ahora cuenta en sus cartas que muere de nostalgia.
En el Cementerio de Colón, desde julio de 1989, de una tumba marcada con el número 46.427 amenaza con escapar Antonio de la Guardia. Antes de fusilarlo de madrugada en un enyerbado polígono iluminado por reflectores de la base de Baracoa, al oeste de La Habana, le quitaron los grados y el status de héroe. Desespera por recuperarlo. Entrenarse en el gimnasio de Tropas Especiales y partir, armado hasta los dientes, a cumplir una misión a cualquier parte del mundo que le ordene el Jefe.
Preferiría otro final también para su historia. Como no sé como terminará esta que vivimos, dejaría a Tony de la Guardia anclado en 1989, pero alejado de las armas. Sin tiros, sin matar y sin el riesgo de ser matado…
Le daría en cambio la oportunidad de volver a acostarse con su mujer y hasta serle infiel con alguna cortesana. Almorzar un domingo con su hermano mellizo. Arreglar el jardín, con los tenis blancos y el Levi cortado por las rodillas, el sol de la mañana en el torso desnudo. Acariciar la cabeza de su perro pastor de blanco pelaje. Nadar para mantenerse en forma. Dejar correr el pincel por el lienzo y luego llevar sus cuadros a la Plaza de la Catedral y charlar con los pintores. Tomar un whisky a la roca y escuchar un disco de The Mamas and the Papas que contenga Spanish Harlem, la canción que silbaba aquel súper agente del libro de Forsyth. O el disco de The Travelling Wilburys con su amigo el escritor Norberto Fuentes, que se deleitaba con la cantidad de monstruos del rock que tocaban en Handle with care los días antes que llegaran los segurosos a detenerlos…
Pero la historia es como fue y no como preferiríamos que hubiera sido. Hubo purgas recientes en el gobierno. Hablan de indignos y de corruptos y para demostrar sus culpas, muestran videos en exclusiva a los militantes del Partido Único. Por el momento no hay ejecuciones. De nuevo, estoy inmerso en mis problemas. Tengo otras pesadillas. Estoy seguro que faltan las peores.
luicino2004@yahoo.com
La purga de altos oficiales del ejército y el MININT de junio de 1989 me sorprendió en plena crisis personal. Tenía poco más de 30 años, me habían expulsado por problemas ideológicos de otro trabajo y acababa de divorciarme. Trataba de adaptarme a estar sin mis hijos. Tenía que conformarme con visitarlos sólo un par de veces a la semana. Entretanto, bebía mucho y cambiaba de pareja con frecuencia. En las noches que no estaba borracho o acostado con alguna nueva conquista, si el cansancio de trabajar en la construcción no lograba dormirme, recuerdo que veía en mi viejo televisor ruso Krim, en blanco y negro, los juicios de la Causa 1.
Tanto estalinismo deprimía. Recuerdo en particular un “tribunal de honor” integrado por generales, que salvo alguna rara excepción, se pronunciaban unánimemente por la pena de muerte para sus compañeros. Estos, por su parte, aceptaban los cargos casi sin chistar, con una resignación de zombies. O de guerreros con una fidelidad tan suicida que espantaba.
Comenté por aquellos días con varios amigos que aquello parecía una película de horror. El flaco Luján, tan borracho como siempre, me aconsejó que no me preocupara tanto por “las broncas de esta gente”. “Mejor, tú verás que poco a poco se fusilan entre ellos, así nos libramos de todos”, decía. Las predicciones de mi amigo no se cumplieron. Murió un año después de la caída del Muro de Berlín. Su hígado reventó de tanto alcohol. Le ahorró el Período Especial y todo lo que siguió.
La gente en la calle no ocultaba que estaba en contra de los fusilamientos. Los intereses del régimen muy raramente coinciden con los de la población. Especialmente la gente estaba en contra de que fusilaran al general Arnaldo Ochoa. Admiraban que a fuerza de inteligencia y valor, de guajirito jodedor y lépero de la Sierra Maestra hubiera llegado, tras su paso por la Academia Frunze y las guerras africanas, a Héroe de la República de Cuba.
En lo personal, no me gustan los héroes guerreros, pero en el caso del general Ochoa, confieso que pesó el hecho de que para colmo, tuve que soportar que una amante ocasional de aquellas noches de 20 junios atrás, exclamara frente al televisor, los ojos aguados y entre pucheros: “Que lástima que lo vayan a fusilar, con lo bueno que está ese trigueño”.
Ojala estuviera en mis manos un final feliz para esta historia. O mejor, que nunca hubieran ocurrido la Causa 1 y los fusilamientos.
En el caso de Ochoa, que siguiera vivo y en una de sus francachelas, hubiera conocido y hecho su amante cortesana a mi amiga, que, materialista como era, así no hubiera tenido que hacerse jinetera, casarse con un abogado jubilado de Milán que daba náuseas y largarse de este país, por el cual ahora cuenta en sus cartas que muere de nostalgia.
En el Cementerio de Colón, desde julio de 1989, de una tumba marcada con el número 46.427 amenaza con escapar Antonio de la Guardia. Antes de fusilarlo de madrugada en un enyerbado polígono iluminado por reflectores de la base de Baracoa, al oeste de La Habana, le quitaron los grados y el status de héroe. Desespera por recuperarlo. Entrenarse en el gimnasio de Tropas Especiales y partir, armado hasta los dientes, a cumplir una misión a cualquier parte del mundo que le ordene el Jefe.
Preferiría otro final también para su historia. Como no sé como terminará esta que vivimos, dejaría a Tony de la Guardia anclado en 1989, pero alejado de las armas. Sin tiros, sin matar y sin el riesgo de ser matado…
Le daría en cambio la oportunidad de volver a acostarse con su mujer y hasta serle infiel con alguna cortesana. Almorzar un domingo con su hermano mellizo. Arreglar el jardín, con los tenis blancos y el Levi cortado por las rodillas, el sol de la mañana en el torso desnudo. Acariciar la cabeza de su perro pastor de blanco pelaje. Nadar para mantenerse en forma. Dejar correr el pincel por el lienzo y luego llevar sus cuadros a la Plaza de la Catedral y charlar con los pintores. Tomar un whisky a la roca y escuchar un disco de The Mamas and the Papas que contenga Spanish Harlem, la canción que silbaba aquel súper agente del libro de Forsyth. O el disco de The Travelling Wilburys con su amigo el escritor Norberto Fuentes, que se deleitaba con la cantidad de monstruos del rock que tocaban en Handle with care los días antes que llegaran los segurosos a detenerlos…
Pero la historia es como fue y no como preferiríamos que hubiera sido. Hubo purgas recientes en el gobierno. Hablan de indignos y de corruptos y para demostrar sus culpas, muestran videos en exclusiva a los militantes del Partido Único. Por el momento no hay ejecuciones. De nuevo, estoy inmerso en mis problemas. Tengo otras pesadillas. Estoy seguro que faltan las peores.
luicino2004@yahoo.com
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