jueves, 25 de junio de 2009

LA MANDRÁGORA DE LA 1580, Antonio Conte


Miami, junio 25 de 2009, (SDP) La madrugada del 9 de agosto de 1996, Gudelio Martínez, alias La Mandrágora, fue pasado por la piedra de 5 reclusos en la prisión 1580 de San Miguel del Padrón: tres negros, un blanco y un mulato de ojos claros conocido como Tondique Lara, que fue el último, el más extenso y el que le obsequió cierta ternura del infierno.

La Mandrágora tenía entonces 18 años; trigueño, seis pies, delgado, cabello negro, rapado. De espaldas y sin camisa parecía una mujer. Cumplía una condena de 4 años por consumo y posesión de marihuana. Pasó sin chistar varios interrogatorios. Lo golpearon para que delatara a los que le suministraban la yerba y no dijo ni pitoche. Silencio que le costó un juicio relámpago y la condena que estaba pagando.

Nadie sabe cómo se metió en la oficina del teniente reeducador aquella madrugada, justo entre las dos barracas del destacamento, separadas por el pasillo de diez metros y rejas infranqueables. Pero allí estuvo durante tres horas recibiendo los embates de cinco caníbales que lo devoraban en cada penetración, capaz de derribar a un hato de miuras. Nadie vio nada, porque en la cárcel las cosas no suceden, ni las visitas nocturnas a la litera de al lado, ni la muerte por infarto, ni el frío, el calor, los mosquitos, las ratas, las cucarachas, el sol del patio a las nueve de la mañana, rodeados los hombres de muros inalcanzables.

El destacamento es una construcción de bloques sin resanar donde conviven entre cien y doscientos reclusos; el techo de fibrocemento enlazado por cabillas de tres cuartos, sin ventanas, sólo hileras de persianas inamovibles de concreto para que entren el sol, el aire y cero lluvia. A lo largo del pasillo se levantan dos filas de literas de hierro fundido de dos plantas donde, sobre tablas de bagazo, nunca duermen los prisioneros, separados los camastros por cincuenta centímetros, su único espacio vital.

En un extremo del pasillo ocho letrinas desbordadas de mierda y orines; ocho huecos en la pared por donde sale el agua de bañarse y ocho lavaderos para la ropa, la cara y los dientes. A veces no alcanzan las literas y a jugar suelo se ha dicho junto a los baños donde, entre la porquería de las letrinas se guardan las armas fabricadas en la prisión. Al otro extremo, los estantes donde el jolonguero se encarga de guardar diariamente las pertenencias de los reclusos.

El agua no escasea en la 1580. De noche se acentúa la tortura. Resuenan los chorros cayendo y rebotando sobre el piso de cemento y los cráneos de los presos. Las ratas se dan banquete dentro de los jolongos acomodados sobre el piso. Es la única pertenencia del preso. Allí se esconden en bolsas de nylon galletas, tostadas, leche en polvo, gofio, pasta dental, cepillos, zapatos, medias, calzoncillos, máquinas de afeitar. Una mañana, Kike el Tránsfuga abrió su jolongo de yute, y una rata le saltó a la cara después de haber devorado durante la noche los víveres que guardaba para digerirlos a retazos: un nylon con leche en polvo, 6 galletas y un pedazo de pan viejo.

El hambre es el santo y seña de la cárcel. Un preso siempre tiene hambre, tanta, que después de la visita, cuando la familia trae comida caliente para que hijos, padres, hermanos, maridos engañen el estómago durante unas horas, las diarreas dibujan en el destacamento otro círculo del infierno. La fila para el turco sobrepasa cualquier ficción y la mierda llena los pasillos, las literas, el espacio vital de cincuenta centímetros que tienen asignado los condenados.

Antes que amanezca desayunan una infusión de anís de España o yerbabuena y un pan del tamaño del dedo gordo de la mano fabricado en la cárcel. A las diez y media almuerzan agua de frijoles, cuatro cucharadas soperas de arroz y espinas de pescado. A las cuatro y treinta cenan lo que sobró del almuerzo, y si Dios los acompaña, de Pascuas a Valparaíso aparece en la bandeja un huevo duro cocinado a las 11 de la mañana.

La homatropina y el parkinsonil son los antídotos contra el hambre. Los reclusos viajan a través del pasillo o alucinando sobre la litera, conectados con la casa, el mar, la esquina, una mujer, un plato de carne asada, o apenas con la ilusión de sentirse aunque sea en Belén con el Señor y los pastores. Las pesadillas se suceden, los gritos, a las dos, las tres, las cuatro de la madrugada, antes de levantarse. Diez presos esta noche, veinte mañana, todos al mismo tiempo, cien hombres atrapados en un laberinto de apenas 200 metros cuadrados.

Los guardias, funcionarios de orden interior (FOI, como se les conoce), suministran la droga que se cambia por cigarros, tabacos, ron, yerba y cuanto objeto de trueque exista. Un prisionero excarcelado, camino a su casa, fue atropellado por un camión. Perdió el sentido de la orientación y olvidó cómo se cruza una calle. Otro estuvo tres meses sin tomar agua fría. La devolvía automáticamente cuando el líquido chocaba con el estómago.

Tondique Lara despidió a la mujer durante una visita. Le dijo que no quería volver a verla, ni a ella ni a la hija porque se había instalado en su destacamento con La Mandrágora. La mujer se echó a llorar y se fue con la niña por donde vino. Tondique y Gudelio vivieron desde entonces como un matrimonio. La Mandrágora fue fiel al mulato y no volvió a acostarse con otro preso durante el tiempo que duró su encierro.

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NOTA: Esta crónica se escribió gracias al testimonio de Lázaro González, co-fundador de Concilio Cubano, periodista independiente y prisionero político en las cárceles 1580, Combinado del Este y Micro IV.
aconte1812@aol.com

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