jueves, 25 de junio de 2009

SUEÑO, Ramón Díaz Marzo (del libro inédito “Devuelto a la Soledad”)

El día no podía ser más hermoso con sus blancas nubes de algodón flotando en el azul profundo del cielo. La cola para entrar al hospital se efectuaba lejos de los pabellones. Era un terreno ondulado, cubierto de un verde césped, como un campo de golf. Pregunté quién era el último en la cola y dos mujeres sin maquillaje respondieron afirmativamente. No me gustaban las colas y desconocía el motivo de estar en ese lugar. Llegó otra persona y preguntó por el último y se colocó detrás de mí. Salí de la fila para examinar si había algún modo de ganar tiempo, alcanzar mi objetivo desconocido sin perder más tiempo. Desde mi punto de observación vi cómo los de delante cruzaban el punto de control. El punto de control eran unas mesas y unas sillas ubicadas sobre el césped y unas enfermeras sentadas en unas sillas blancas de hierro verificaban los documentos de las personas que venían a visitar a los enfermos. En la cola alguien me dijo que el conjunto de los pabellones formaban lo que comúnmente conocemos como hospital. Cuando me disponía a retornar a mi lugar en la cola, una de las enfermeras, a pesar de la distancia, me hizo señas. Me dio un poco de vergüenza que las gentes en la cola descubrieran mi propósito mientras encaminaba mis pasos hacia la enfermera sin que hubiera llegado mi turno. La enfermera no me maltrató, hecho que me hubiera parecido natural en aquel contexto. Con deferencia la enfermera solicitó mi carnet de identidad. Lo revisó y escribió un nombre distinto en una libreta de registro del hospital.

- Lo hago porque el Pariente llegará de un momento a otro y la guardia pretoriana no permite que en este lugar permanezca nadie que no esté debidamente investigado -me dijo la enfermera que era una negra gorda con cara bondadosa.

Regresé a mi lugar en la cola, ufano de que con el nombre cambiado, franquearía el punto de control sin los contratiempos a los que estaba acostumbrado. La fila se movía, lo cual significaba que nos acercábamos al punto de control. Se comentaba en la cola que a esta visita al hospital también vendría el Estado Mayor de los Derechos Humanos en Cuba. También alcancé a oír que entre los presentes se encontraba Reinaldo Arenas. Por mi parte yo estaba convencido de que las dos mujeres sin maquillaje que me precedían no estaban al tanto de lo que ocurría. La cola se movió con más celeridad. Otra noticia en el runrún de las conversaciones me embargó de emoción; decían que mi padre se encontraba entre los delegados. Me embargó la vanidad y le dije a las dos mujeres que se prepararan para ser testigos de un acontecimiento histórico. Esto último lo dije cuando ya había cruzado el punto de control y cada cual se dirigía hacia el pabellón de su solicitud. Mientras caminaba hacia un pabellón indeterminado, columbré que si mi padre se encontraba en la Delegación, tenía que ser escritor; y si él era escritor, por una consecuencia lógica de los genes, yo también lo sería. Cuando entré a uno de los pabellones, vi que se trataba de una sala de personas enfermas que yacían en sus camas, pero yo continué mi camino hacia el grupo de los Derechos Humanos. Busqué a mi padre entre los presentes para hacérmele visible sin romper el protocolo del silencio. Eran tantas las personas alrededor de la cama de un enfermo que no podía ver de quién se trataba; y como tampoco deseaba unirme definitivamente al grupo, permanecía distante. Más a pesar de mi posición fuera del grupo, hubo un momento en que el movimiento constante de los presentes me ofreció una brecha por donde mis ojos pudieron llegar hasta la cama; pero no era una cama, sino un féretro. En el grupo de los Derechos Humanos se encontraba Reinaldo Bragado acomodando las coronas de flores que iban llegando. Ni pregunté ni nadie me dijo quién era el finado.

Ahora ando con un grupo de escritores recorriendo las calles del barrio del Vedado: René, Fabio, Benjamín, Delfín, Cárdenas, Pedro, Mario, Julio, Pedrito, y Campa. En nuestro recorrido hemos llegado hasta la colina universitaria. La calle de San Lázaro es una canal de deslizamiento por donde uno se puede precipitar a un mundo mejor. En el grupo alguien pregunta ¿cuál será la libertad de Dios? Transcurren los minutos y nadie contesta. Entonces yo me saco la pinga parada y digo que esto es la libertad de Dios. De repente percibo que mi tiempo lo estoy perdiendo con aquel grupo de escritores y comienzo a caminar hasta la esquinas de la calle L y La Rampa. Introduzco mis botas en el interior de unas chancletas gigantes de madera y goma como las que se usaban en los viejos tiempos para bañarse. Y exclamo: ¡Al fin solo! Y utilizando las chancletas como patines comienzo a deslizarme Rampa abajo en dirección al malecón. Inmediatamente comienzo a adquirir velocidad hasta que la fuerza del viento comienza a alzarme y brevemente a perder contacto con la tierra. Por unos instantes, mientras me acerco al malecón, pienso que terminaré estrellándome contra el muro; pero no tengo miedo. Y poco antes de producirse el lógico impacto, mi cuerpo comienza a elevarse, flotando en el aire sin perder la velocidad, que aumenta. Y mientras vuelo por el aire vuelvo la cabeza hacia atrás y veo cómo la ciudad se aleja y debajo de mí el inmenso mar. Continúo ascendiendo y ascendiendo y mi felicidad es indescriptible. Y toda mi memoria personal se va borrando y mi cuerpo entre las nubes se confunde con la luz.
Junio 6 de 1990
ramon597@correodecuba.cu

No hay comentarios: