Marianao, La Habana, 6 de agosto de 2009, (SDP) Canta Celia desde la eternidad, amenizando la actualidad política que protagonizamos y padecemos. ¿Cómo desde la solidaridad y la coincidencia inicial, hemos podido llegar a esta cadena de agresiones e improperios que parece no tener fin?
Ingmar Bergman presenta en una de sus películas un experimento con ratones de laboratorio que, sometidos a una tensión irresistible terminan atacándose furiosamente el uno al otro. Esa autofagia, tan frenética como estéril se ha convertido últimamente en la actividad más visible de la disidencia cubana. Me duele que así sea, pues en todos los casos se trata de personas a quienes admiro y respeto por su coraje y su lucidez, patentizados en múltiples enfrentamientos con el Régimen.
Contrario a lo que pudiera esperarse, la presidencia de Obama no ha contribuido hasta el presente a oxigenar la atmósfera política que respiramos. Aquejada de cierta parálisis, como parte que es del estancamiento en que la administración militar ha sumergido al país, nuestra disidencia no halla tarea mejor que denigrarse entre sí, misión que el enemigo común contempla con regocijo y se cuida de no perturbar.
Las condiciones azarosas y del todo anormal en las que vive la disidencia en Cuba hacen objetivamente imposible establecer comisiones de ética que zanjasen esas disputas. Sin embargo, la ausencia de esa instancia rectora no nos puede servir de excusa para entregarnos al actual desaforo de insultos, mucho más personales que políticos, que no parar mientes en el descrédito colectivo que esto implica. Si honrar, honra, deshonrar no puede menos que deshonrarnos.
Algunos argumentan que en condiciones de transparencia democrática, las personalidades públicas están expuestas al escrutinio permanente de sus electores y adversarios y no pueden exigir el silencio crítico que imponen los autócratas totalitarios. Esto es cierto, sin embargo lo que sucede entre nosotros. Excede por mucho esa sana práctica democrática y más bien se parece a los implacables ajustes de cuentas que tiene por costumbre practicar la siniestra burocracia en sus incesantes forcejeos por los pequeños poderes.
Una vez más, hemos de remitirnos al magisterio martiano, y aunque parezca pueril, al poema por el que todos los cubanos accedemos de niños al mundo de la poesía: se impone cultivar la diáfana rosa, aún para quien pretenda arrancarnos el corazón. Esta lección de ilimitada generosidad y valentía equivale a la cristiana otra mejilla y nos exhorta a no replicar a la violencia con la misma moneda, sino con el amor. ¿No nos bastan 50 años de odio para entender que ese no es el camino a la auténtica plenitud humana?
Sería ideal si contásemos con una comisión de honor, cuyos veredictos fuesen acatados por unanimidad, pero, en su defecto, me gustaría convocar a la observación de una moratoria a las acusaciones y los insultos entre iguales. No se trata de imponer la cordialidad universal por decreto, sino de posponer sensatamente la ventilación de esas divergencias y agravios, a la manera en que algunos de los patriotas independentistas dejaron pendientes sus querellas personales para dirimirlas en Cuba libre.
Atendamos más a los méritos que a los eventuales errores de los otros. No facilitemos el trabajo del enemigo multiplicando a sus agentes con nuestras sospechas ni haciendo por ellos el trabajo de zapa fomentando la desunión en nuestras filas. Mucho más provechoso sería concentrar nuestros esfuerzos intelectuales en configurar una visión crítica abarcadora de los males que lastran al actual sistema totalitario para formularle alternativas positivas consecuentes, que potencien la esperanza y la voluntad de acción política del pueblo.
De nosotros depende el porvenir inmediato del movimiento disidente en Cuba. Si continuamos entregados al mutuo descrédito, seremos cada día más débiles e incapaces para alzar la voz en nombre del pueblo frente a la desdeñosa casta militarista que nos ignora. Si optamos por la solidaridad unitaria, más temprano que tarde seremos escuchados.
Hagamos del decir del Presbítero Félix Varela canon de conducta: “Diles que ellos son la dulce esperanza de la patria y que no hay Patria sin virtud, ni virtud con impiedad.”
primaveradigital@gmail.com
Ingmar Bergman presenta en una de sus películas un experimento con ratones de laboratorio que, sometidos a una tensión irresistible terminan atacándose furiosamente el uno al otro. Esa autofagia, tan frenética como estéril se ha convertido últimamente en la actividad más visible de la disidencia cubana. Me duele que así sea, pues en todos los casos se trata de personas a quienes admiro y respeto por su coraje y su lucidez, patentizados en múltiples enfrentamientos con el Régimen.
Contrario a lo que pudiera esperarse, la presidencia de Obama no ha contribuido hasta el presente a oxigenar la atmósfera política que respiramos. Aquejada de cierta parálisis, como parte que es del estancamiento en que la administración militar ha sumergido al país, nuestra disidencia no halla tarea mejor que denigrarse entre sí, misión que el enemigo común contempla con regocijo y se cuida de no perturbar.
Las condiciones azarosas y del todo anormal en las que vive la disidencia en Cuba hacen objetivamente imposible establecer comisiones de ética que zanjasen esas disputas. Sin embargo, la ausencia de esa instancia rectora no nos puede servir de excusa para entregarnos al actual desaforo de insultos, mucho más personales que políticos, que no parar mientes en el descrédito colectivo que esto implica. Si honrar, honra, deshonrar no puede menos que deshonrarnos.
Algunos argumentan que en condiciones de transparencia democrática, las personalidades públicas están expuestas al escrutinio permanente de sus electores y adversarios y no pueden exigir el silencio crítico que imponen los autócratas totalitarios. Esto es cierto, sin embargo lo que sucede entre nosotros. Excede por mucho esa sana práctica democrática y más bien se parece a los implacables ajustes de cuentas que tiene por costumbre practicar la siniestra burocracia en sus incesantes forcejeos por los pequeños poderes.
Una vez más, hemos de remitirnos al magisterio martiano, y aunque parezca pueril, al poema por el que todos los cubanos accedemos de niños al mundo de la poesía: se impone cultivar la diáfana rosa, aún para quien pretenda arrancarnos el corazón. Esta lección de ilimitada generosidad y valentía equivale a la cristiana otra mejilla y nos exhorta a no replicar a la violencia con la misma moneda, sino con el amor. ¿No nos bastan 50 años de odio para entender que ese no es el camino a la auténtica plenitud humana?
Sería ideal si contásemos con una comisión de honor, cuyos veredictos fuesen acatados por unanimidad, pero, en su defecto, me gustaría convocar a la observación de una moratoria a las acusaciones y los insultos entre iguales. No se trata de imponer la cordialidad universal por decreto, sino de posponer sensatamente la ventilación de esas divergencias y agravios, a la manera en que algunos de los patriotas independentistas dejaron pendientes sus querellas personales para dirimirlas en Cuba libre.
Atendamos más a los méritos que a los eventuales errores de los otros. No facilitemos el trabajo del enemigo multiplicando a sus agentes con nuestras sospechas ni haciendo por ellos el trabajo de zapa fomentando la desunión en nuestras filas. Mucho más provechoso sería concentrar nuestros esfuerzos intelectuales en configurar una visión crítica abarcadora de los males que lastran al actual sistema totalitario para formularle alternativas positivas consecuentes, que potencien la esperanza y la voluntad de acción política del pueblo.
De nosotros depende el porvenir inmediato del movimiento disidente en Cuba. Si continuamos entregados al mutuo descrédito, seremos cada día más débiles e incapaces para alzar la voz en nombre del pueblo frente a la desdeñosa casta militarista que nos ignora. Si optamos por la solidaridad unitaria, más temprano que tarde seremos escuchados.
Hagamos del decir del Presbítero Félix Varela canon de conducta: “Diles que ellos son la dulce esperanza de la patria y que no hay Patria sin virtud, ni virtud con impiedad.”
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