Habana Vieja, La Habana, 11 de junio de 2009, (SDP) Lo primero que un viajero y en especial un habitante de su propia ciudad tiene que hacer, según dijera nuestro Apóstol, es visitar los museos. Un cementerio también es un museo y quizás más importante que los museos que guardan pinturas. No me refiero a los cementerios donde se pudre la carne, sino al cementerio donde se pudre el espíritu y la conciencia. No todos los países de nuestro mundo se pueden dar el lujo de proclamar a los cuatro vientos que tienen un cementerio de escritores.
La Habana Vieja se respeta a sí misma porque es la única ciudad de Cuba que tiene su cementerio de escritores. Quiere decir, entre otras cosas, que cualquier conciencia escritural de cualquier parte de Cuba puede solicitar al historiador Dr. Eusebio Leal Spengler que lo admita en el cementerio de los escritores para que su espíritu y conciencia tengan un lugar donde podrirse, por no decir: descansar en paz.
En los cementerios se puede leer el pasado. Pero se trata de los cementerios donde se pudre la carne. En cambio, en el cementerio de los escritores se puede leer el pasado, el presente y hacer un pronóstico del futuro porque se trata de un cementerio con vida.
Comencemos por destacar que son pocos los países de nuestro mundo, contados con los dedos de una sola mano en la historia universal de la literatura, que disponen de un cementerio de escritores muertos con los que uno puede establecer un diálogo. Es decir, los conocedores del tema saben que cuando se habla con estos escritores, jamás se les puede decir que ellos están muertos porque se ofenderían. Ellos se creen vivos.
Hay importantes valores arqueológicos ante nuestros ojos que la mayoría de las personas no pueden ver. Entonces tengo que llegar yo, un oscuro periodista, para mostrarles la gran verdad de un descubrimiento.
No sé si coincidirán conmigo que cualquier país de nuestro mundo se enorgullecería de contar con un cementerio donde en horas diurnas uno puede conversar con los muertos. Ya he dicho que estos muertos están muertos realmente. Pero tienen la característica de continuar tan vivos como nosotros o por lo menos parecerlo, aunque tengan más moneda libremente convertible que el obrero promedio cubano.
Sin una información previa, es muy difícil percatarse de que una persona aparentemente viva con la que uno habla, sea en esencia un cadáver. Repetimos que la mayoría de estos muertos no saben que están muertos. Los pocos que lo han descubierto han salido huyendo de ese cementerio y trabajan duro por recuperar su alma. Si les digo que yo estuve muerto, créanme. Ningún escritor puede escribir bien sobre algo que no pertenezca a su experiencia personal.
Estos muertos fueron asesinados en su juventud, cuando recién comenzaban a desandar el largo camino de convertirse en escritores. Los asesinaron con un arma más letal que el veneno, el balazo, la soga, la silla eléctrica, una enfermedad terminal inoculada. Los mataron con el RETORCIMIENTO.
Algunos podrían resucitar, pero serían excepciones de la regla dado el estado de putrefacción del cuerpo de sus conciencias.
Nuestro historiador principal, el Dr. Eusebio Leal Spengler, ha tenido la dicha de nacer en Cuba donde hay tantas historias que contar en el breve espacio de medio siglo. Pero serán muy pocos, para no utilizar la palabra “escogidos”, los que podrán contar esas historias.
Además, a nuestro historiador le ha tocado por destino un lugar tan elocuente como la Habana Vieja, donde casi todo lo que existe es museable. Incluso, no siempre el historiador sabe las múltiples aristas de su colección. Así que estamos en condiciones de afirmar que en el caso que nos ocupa, el historiador, al creer que ha logrado rescatar algo tan folclórico como los vendedores de libros viejos, no sabe que en resumen es un cementerio lo que ha creado frente a sus oficinas en el Palacio General de los Capitanes.
El Dr. Eusebio Leal no es el asesino de estas almas inocentes, pero ha reunido a todos estos muertos en vida en un lugar conocido como el “Parque de Armas”, en cuyo centro se alza la estatua del Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes.
Se trata de los llamados libreros por cuenta propia. En otros países, es normal verlos en las plazas, pero en Cuba tienen otro origen. Estos libreros que venden libros viejos a los turistas en esa plaza, hubieran sido los grandes novelistas, narradores, cineastas, poetas, dramaturgos, que hubieran engrosado el patrimonio de la cultura cubana. Yo los conozco a casi todos, hablo con propiedad. Fueron jóvenes con talento que en la década de los años 70 del siglo pasado fueron destruidos por la Seguridad del Estado de Cuba.
El minucioso trabajo que la Seguridad del Estado hizo a partir de los años 70 no sólo podría calificarse de genocidio, sino de planificada carnicería al estilo nazi. Todos estos jóvenes, que ya no son tan jóvenes, fueron pasados por la maquinita de moler carne y convertidos en un montón de picadillo.
Muchos intentaron, confundidos en aquel montón de carne, hallar partes de su cuerpo espiritual para reconstruirse. Pero fueron muy pocos los que lo lograron. Por citar un ejemplo, vuelvo a citarme. La prueba de que estuve muerto y resucité es que ahora escribo esta nota.
ramon597@correodecuba.cu
La Habana Vieja se respeta a sí misma porque es la única ciudad de Cuba que tiene su cementerio de escritores. Quiere decir, entre otras cosas, que cualquier conciencia escritural de cualquier parte de Cuba puede solicitar al historiador Dr. Eusebio Leal Spengler que lo admita en el cementerio de los escritores para que su espíritu y conciencia tengan un lugar donde podrirse, por no decir: descansar en paz.
En los cementerios se puede leer el pasado. Pero se trata de los cementerios donde se pudre la carne. En cambio, en el cementerio de los escritores se puede leer el pasado, el presente y hacer un pronóstico del futuro porque se trata de un cementerio con vida.
Comencemos por destacar que son pocos los países de nuestro mundo, contados con los dedos de una sola mano en la historia universal de la literatura, que disponen de un cementerio de escritores muertos con los que uno puede establecer un diálogo. Es decir, los conocedores del tema saben que cuando se habla con estos escritores, jamás se les puede decir que ellos están muertos porque se ofenderían. Ellos se creen vivos.
Hay importantes valores arqueológicos ante nuestros ojos que la mayoría de las personas no pueden ver. Entonces tengo que llegar yo, un oscuro periodista, para mostrarles la gran verdad de un descubrimiento.
No sé si coincidirán conmigo que cualquier país de nuestro mundo se enorgullecería de contar con un cementerio donde en horas diurnas uno puede conversar con los muertos. Ya he dicho que estos muertos están muertos realmente. Pero tienen la característica de continuar tan vivos como nosotros o por lo menos parecerlo, aunque tengan más moneda libremente convertible que el obrero promedio cubano.
Sin una información previa, es muy difícil percatarse de que una persona aparentemente viva con la que uno habla, sea en esencia un cadáver. Repetimos que la mayoría de estos muertos no saben que están muertos. Los pocos que lo han descubierto han salido huyendo de ese cementerio y trabajan duro por recuperar su alma. Si les digo que yo estuve muerto, créanme. Ningún escritor puede escribir bien sobre algo que no pertenezca a su experiencia personal.
Estos muertos fueron asesinados en su juventud, cuando recién comenzaban a desandar el largo camino de convertirse en escritores. Los asesinaron con un arma más letal que el veneno, el balazo, la soga, la silla eléctrica, una enfermedad terminal inoculada. Los mataron con el RETORCIMIENTO.
Algunos podrían resucitar, pero serían excepciones de la regla dado el estado de putrefacción del cuerpo de sus conciencias.
Nuestro historiador principal, el Dr. Eusebio Leal Spengler, ha tenido la dicha de nacer en Cuba donde hay tantas historias que contar en el breve espacio de medio siglo. Pero serán muy pocos, para no utilizar la palabra “escogidos”, los que podrán contar esas historias.
Además, a nuestro historiador le ha tocado por destino un lugar tan elocuente como la Habana Vieja, donde casi todo lo que existe es museable. Incluso, no siempre el historiador sabe las múltiples aristas de su colección. Así que estamos en condiciones de afirmar que en el caso que nos ocupa, el historiador, al creer que ha logrado rescatar algo tan folclórico como los vendedores de libros viejos, no sabe que en resumen es un cementerio lo que ha creado frente a sus oficinas en el Palacio General de los Capitanes.
El Dr. Eusebio Leal no es el asesino de estas almas inocentes, pero ha reunido a todos estos muertos en vida en un lugar conocido como el “Parque de Armas”, en cuyo centro se alza la estatua del Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes.
Se trata de los llamados libreros por cuenta propia. En otros países, es normal verlos en las plazas, pero en Cuba tienen otro origen. Estos libreros que venden libros viejos a los turistas en esa plaza, hubieran sido los grandes novelistas, narradores, cineastas, poetas, dramaturgos, que hubieran engrosado el patrimonio de la cultura cubana. Yo los conozco a casi todos, hablo con propiedad. Fueron jóvenes con talento que en la década de los años 70 del siglo pasado fueron destruidos por la Seguridad del Estado de Cuba.
El minucioso trabajo que la Seguridad del Estado hizo a partir de los años 70 no sólo podría calificarse de genocidio, sino de planificada carnicería al estilo nazi. Todos estos jóvenes, que ya no son tan jóvenes, fueron pasados por la maquinita de moler carne y convertidos en un montón de picadillo.
Muchos intentaron, confundidos en aquel montón de carne, hallar partes de su cuerpo espiritual para reconstruirse. Pero fueron muy pocos los que lo lograron. Por citar un ejemplo, vuelvo a citarme. La prueba de que estuve muerto y resucité es que ahora escribo esta nota.
ramon597@correodecuba.cu
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