Fue de pronto como si despertara. Primero un destello y luego una explosión de cosas, entonces descubrió asombrado que tenía un interior. Y en ese interior fueron apareciendo poco a poco secuencias abstractas, imágenes y una voz, casi personal, que sorprendía su letargo haciéndolo vibrar dentro de la bolsa de agua en que se hallaba.
Había adoptado una posición bastante cómoda en la bolsa y su tamaño era suficiente para considerarlo adulto, pero esto no lo supo hasta el final. Ahora sólo aquellos recuerdos tiernos y resplandecientes lo obligaban a moverse en la oscuridad, borboteando al desplazar el líquido.
En los próximos días todo se fue esclareciendo. Recordó cosas más razonables. La estación de ferrocarril que le sirvió una vez de inspiración para un relato. Una estela de nombres sonoros y a veces cómicos lo hicieron sonreír. Por ejemplo, Pineas Piney lo hizo revolverse como un pez.
Siguió recordando frases, escenas y situaciones que aseguraba haber escrito antes. Descripciones y diálogos reproducidos con insólita exactitud, no dejaban tiempo a ubicación de fechas ni obras.
Cuando le atacaba el hambre detenía los recuerdos y se alimentaba vorazmente a través del conducto. Engullía con apremio hasta la saciedad, luego se sumía en un sueño profundo, amansado por la agradable tibieza que lo rodeaba. Era en verdad una vida tranquila. Comer y dormir sin preocupaciones y al despertar lo esperaba aquel inmenso interior y sus enigmas. Porque algo había aprendido ya de todo aquel misterio: contaba con una imaginación maravillosa. Tal vez maravillosa sólo fuera una insignificante palabrilla, ante el maremoto, el volcán en perfecta erupción que constituía todo aquello.
Así estuvo muchos meses en la bolsa. Encontraba el lugar idóneo para el trabajo. Ninguna molestia rompía el encanto, a excepción de ciertos movimientos inusuales y desordenados que lo llenaban de terror y pesadumbre. Sin aviso previo la bolsa se agitaba como un furioso mar, lanzándolo contra las paredes. Luego sobrevenía un periodo de calma y modorra, para despertar nuevamente y volver al trabajo con nuevos bríos, sin descanso, hasta que el hambre lo llenara de alimentos por el conducto y otra vez lo rindiera el sueño. Así era su vida.
Eloísa vivía en un apartamento del segundo piso, en un edificio de ladrillos rojos, en el corazón de la ciudad. Era joven y agradable. Sus voraces ojos negros y una constante sonrisa, delataban un carácter emprendedor. Su máxima en la vida era: terminar todo lo comenzado.
Estaba parada en la ventana, con las manos apoyadas en sus anchas caderas y acababa de sobrepasar una de esas terribles náuseas que avisan a las embarazadas la proximidad del alumbramiento. Abajo, en el jardín, compactas hileras de crisantemos custodiaban el camino empedrado que iba hasta la calle. A Eloísa le gustaba contemplar las simpáticas inclinaciones de las plantas en la cúpula, al llegar a la edad madura.
Se preparó un pan con aceite y un refresco instantáneo y regresó a la ventana. Jorge tardaba y eso era particularmente preocupante. Se casó con él nueve meses atrás, sin ninguna seguridad de desearlo. Nunca se hubiera casado así, pero su madre se lo rogó desde el lecho de muerte. La hizo jurar, cerró los ojos y se marchó a la tumba consolada con eso. Jorge resultó la decepción más terrible del mundo: borracho. La buscaba sólo para hacerle el amor o pedirle comida. Ahora, frente a los crisantemos floridos, Eloísa vivía su último instante feliz. Jorge apareció por el camino empedrado. Con paso irregular. Arrastrando los zapatos.
Abrió la puerta, quedó en el umbral, con los brazos apoyados a ambos marcos, las piernas abiertas, cabeza caída sobre un hombro, mirándola fijamente.
--Te he visto en la ventana, ¿esperas a alguien? –sus ojos empañados se cerraban al hablar. La cabeza giró hasta colgarse sobre el hombro izquierdo.
-- ¡Contéstame...! ¿Esperas a alguien?
--No grites –dijo Eloísa.
--¡Ah... que no grite! ¿Oyeron eso? ¡Que no grite! ¡Grito todo cuanto quiera! ¡Me oyes, todo-cuanto-quiera!
--Muy bien, grita.
Eloísa cruzó los brazos sobre su barriga. Desvió la mirada hacia la calle. El viento doblaba los crisantemos en dirección al edificio.
--¡Quiero comida, oíste, comida! ¡Nada de sopas ni sancochos... comida de verdad, me oíste...!
--No grites más, estoy cansada de tus groserías. Mejor te acuestas, estás bebido.
--¿Bebido? –repitió Jorge en tono burlón --. Qué palabritas te buscas para todo. A ver, be-bi-do. –Hizo una mueca --. No, mejor así: bebi-do. O tal vez: be-bido.
Le daba un acento gracioso, mientras separaba a la palabra en sus formas más estúpidas. Luego poniendo cara seria añadió:
--Ven, voy a enseñarte lo bebido que estoy.
Eloísa le lanzó una mirada atroz. Jorge se acercaba con cautela.
--Ven –dijo.
--Suéltame.
Esquivó la mano que trataba de apresarla y se alejó hasta un rincón. Después de soportar mordidas y arañazos, Jorge la tiró sobre la cama. Le quitó la ropa. Con el barrigón resultaba más fácil, por cuidar a la criatura ella no forcejeaba tanto. Era lenta y bastante manejable. Su opción: no luchar, permanecer tranquila y que acabase rápido. Por lo general Jorge era terminaba rápido, aunque se irritaba si no se movía.
--Muévete –le dio un puñetazo en la cara.
--Muévete tú, si quieres.
--Dale, muévete un poquito...
Jorge aumentó el ritmo, haciéndole daño. Antes de desmayarse, le asistió la hermosa visión de los crisantemos batiendo al aire sus cabezotas, como muñecos en un teatro de variedades.
En el hospital, recobró el conocimiento. Supo que la policía persiguió a Jorge por los tejados. En cierto momento se detuvo, ante la abertura que separaba dos altos edificios. Dudando si saltar o entregarse a las promesas de los uniformados. El salto fue un desastre. Todavía faltaron varias pulgadas para tocar el otro borde.
Camino a la sala de partos, sintió calambres en el vientre y dolores terribles en las caderas. La acostaron en una cama metálica, le separaron las piernas. Volvieron los dolores, ahora más fuerte que nunca, se retorció tratando de gritar solo lo necesario. Un médico entró en la sala con paso apresurado. Traía los análisis en la mano. Fue directamente a la camilla. Le alzó un párpado. El rostro del doctor, serio y pecoso, mostraba un asombro evidente.
Los doctores se reunieron aparte. Cuchicheaban y volvían sus cabezas de gorros verdes, para mirarla con mezcla de asombro y lástima. Entonces Eloísa comprendió que iba a morir.
Moriré con honor --se dijo.
Reunió todas las fuerzas que pudo. Respiró profundo y se dispuso enfrentar la muerte por la salvación de su hijo. Sintió llegar un dolor agonizante que rajaba sus entrañas y el mundo, resumido en su más breve síntesis rompiendo su interior. Lanzó un extenso grito, mientras se oscurecían las siluetas y un rojo brillante estampado en mil formas y colores lo fue apagando todo, poco a poco. El doctor pidió los guantes y los instrumentos.
Esta vez no siguió ninguna tranquila modorra a los movimientos desordenados que tanto lo inquietaban. Soportó como pudo aquel enorme peso y ahora, se movía inquieto en la bolsa. El aire le faltaba y trató de encontrarlo en la oscuridad.
De pronto escuchó un silbido y el sonido de una fuente que se rompe desbordando agua. El líquido comenzó a marcharse. Las paredes se pegaron a su cuerpo por el estrechamiento gradual de la bolsa y se acomodó lo mejor que pudo en su nuevo recinto. Trataba de explicar qué sucedía y justamente entonces vio llegar la mano. Avanzaba con destreza, como si conociera bien el lugar donde encontrarlo. Finalmente supo qué pasaba.
Lo curioso resultaba que ya tenía uso de razón. Una razón llena de recuerdos de una vida pasada. Vida azarosa de escritor tronchada terriblemente. Pero aún más curioso y enormemente aterrador fue cuando descubrió su futuro. Su madre muerta en la camilla. Su padre destrozado sobre un charco de sangre. La soledad más grande del mundo allá afuera, esperándolo. El destino más cruel y despiadado por el que pudiera transitar un ser humano. Otra vez volvería ser escritor –aquel oficio lo perseguía a todas partes --, una existencia infértil, delatando las injusticias y lo indigno del hombre. Pregonando una filosofía incubada desde el mismísimo vientre, incluso de antes. Abanderado de una nueva forma de decir, que en otros tiempos hubiera resultado una sensación literaria, pero que en su caso sería sólo una tristísima vida de escritor, con un desastroso final y sin poder publicar nunca una letra de aquella terrible vivencia.
--No voy a salir --dijo decididamente.
La mano que lo asía lo obligó a moverse unos centímetros, con un sonido de pliegues abriéndose. Tensó todas sus fuerzas y se dispuso a luchar. Trató de agarrarse a los relieves que brindaba la vagina y comprendió que todo marchaba bien en su interior, pero aún no dominaba sus brazos y piernas. Recurrió al último recurso que le quedaba para no salir. Hinchó todo su cuerpo, como una serpiente a punto de atacar y con el rozamiento logrado, opuso tenaz resistencia a la fuerza que lo halaba.
--Viene de lado -- dijo el doctor con el rostro sudoroso.
La mano penetró aún más y lo zarandeó, haciéndolo ceder. Comprendió que perdía, que en breve sería arrastrado al exterior.
--¡No...! ¡No...! --gritó dentro de sí.
Finalmente un estirón lo sacó afuera. El sonido de los instrumentos, envolvían los rostros sudorosos de los médicos.
(Tomado del Libro de cuentos La elección. Publicado por la Fundación para la Literatura Regino E. Boti, Colección La Fama. Año 1991)
Había adoptado una posición bastante cómoda en la bolsa y su tamaño era suficiente para considerarlo adulto, pero esto no lo supo hasta el final. Ahora sólo aquellos recuerdos tiernos y resplandecientes lo obligaban a moverse en la oscuridad, borboteando al desplazar el líquido.
En los próximos días todo se fue esclareciendo. Recordó cosas más razonables. La estación de ferrocarril que le sirvió una vez de inspiración para un relato. Una estela de nombres sonoros y a veces cómicos lo hicieron sonreír. Por ejemplo, Pineas Piney lo hizo revolverse como un pez.
Siguió recordando frases, escenas y situaciones que aseguraba haber escrito antes. Descripciones y diálogos reproducidos con insólita exactitud, no dejaban tiempo a ubicación de fechas ni obras.
Cuando le atacaba el hambre detenía los recuerdos y se alimentaba vorazmente a través del conducto. Engullía con apremio hasta la saciedad, luego se sumía en un sueño profundo, amansado por la agradable tibieza que lo rodeaba. Era en verdad una vida tranquila. Comer y dormir sin preocupaciones y al despertar lo esperaba aquel inmenso interior y sus enigmas. Porque algo había aprendido ya de todo aquel misterio: contaba con una imaginación maravillosa. Tal vez maravillosa sólo fuera una insignificante palabrilla, ante el maremoto, el volcán en perfecta erupción que constituía todo aquello.
Así estuvo muchos meses en la bolsa. Encontraba el lugar idóneo para el trabajo. Ninguna molestia rompía el encanto, a excepción de ciertos movimientos inusuales y desordenados que lo llenaban de terror y pesadumbre. Sin aviso previo la bolsa se agitaba como un furioso mar, lanzándolo contra las paredes. Luego sobrevenía un periodo de calma y modorra, para despertar nuevamente y volver al trabajo con nuevos bríos, sin descanso, hasta que el hambre lo llenara de alimentos por el conducto y otra vez lo rindiera el sueño. Así era su vida.
Eloísa vivía en un apartamento del segundo piso, en un edificio de ladrillos rojos, en el corazón de la ciudad. Era joven y agradable. Sus voraces ojos negros y una constante sonrisa, delataban un carácter emprendedor. Su máxima en la vida era: terminar todo lo comenzado.
Estaba parada en la ventana, con las manos apoyadas en sus anchas caderas y acababa de sobrepasar una de esas terribles náuseas que avisan a las embarazadas la proximidad del alumbramiento. Abajo, en el jardín, compactas hileras de crisantemos custodiaban el camino empedrado que iba hasta la calle. A Eloísa le gustaba contemplar las simpáticas inclinaciones de las plantas en la cúpula, al llegar a la edad madura.
Se preparó un pan con aceite y un refresco instantáneo y regresó a la ventana. Jorge tardaba y eso era particularmente preocupante. Se casó con él nueve meses atrás, sin ninguna seguridad de desearlo. Nunca se hubiera casado así, pero su madre se lo rogó desde el lecho de muerte. La hizo jurar, cerró los ojos y se marchó a la tumba consolada con eso. Jorge resultó la decepción más terrible del mundo: borracho. La buscaba sólo para hacerle el amor o pedirle comida. Ahora, frente a los crisantemos floridos, Eloísa vivía su último instante feliz. Jorge apareció por el camino empedrado. Con paso irregular. Arrastrando los zapatos.
Abrió la puerta, quedó en el umbral, con los brazos apoyados a ambos marcos, las piernas abiertas, cabeza caída sobre un hombro, mirándola fijamente.
--Te he visto en la ventana, ¿esperas a alguien? –sus ojos empañados se cerraban al hablar. La cabeza giró hasta colgarse sobre el hombro izquierdo.
-- ¡Contéstame...! ¿Esperas a alguien?
--No grites –dijo Eloísa.
--¡Ah... que no grite! ¿Oyeron eso? ¡Que no grite! ¡Grito todo cuanto quiera! ¡Me oyes, todo-cuanto-quiera!
--Muy bien, grita.
Eloísa cruzó los brazos sobre su barriga. Desvió la mirada hacia la calle. El viento doblaba los crisantemos en dirección al edificio.
--¡Quiero comida, oíste, comida! ¡Nada de sopas ni sancochos... comida de verdad, me oíste...!
--No grites más, estoy cansada de tus groserías. Mejor te acuestas, estás bebido.
--¿Bebido? –repitió Jorge en tono burlón --. Qué palabritas te buscas para todo. A ver, be-bi-do. –Hizo una mueca --. No, mejor así: bebi-do. O tal vez: be-bido.
Le daba un acento gracioso, mientras separaba a la palabra en sus formas más estúpidas. Luego poniendo cara seria añadió:
--Ven, voy a enseñarte lo bebido que estoy.
Eloísa le lanzó una mirada atroz. Jorge se acercaba con cautela.
--Ven –dijo.
--Suéltame.
Esquivó la mano que trataba de apresarla y se alejó hasta un rincón. Después de soportar mordidas y arañazos, Jorge la tiró sobre la cama. Le quitó la ropa. Con el barrigón resultaba más fácil, por cuidar a la criatura ella no forcejeaba tanto. Era lenta y bastante manejable. Su opción: no luchar, permanecer tranquila y que acabase rápido. Por lo general Jorge era terminaba rápido, aunque se irritaba si no se movía.
--Muévete –le dio un puñetazo en la cara.
--Muévete tú, si quieres.
--Dale, muévete un poquito...
Jorge aumentó el ritmo, haciéndole daño. Antes de desmayarse, le asistió la hermosa visión de los crisantemos batiendo al aire sus cabezotas, como muñecos en un teatro de variedades.
En el hospital, recobró el conocimiento. Supo que la policía persiguió a Jorge por los tejados. En cierto momento se detuvo, ante la abertura que separaba dos altos edificios. Dudando si saltar o entregarse a las promesas de los uniformados. El salto fue un desastre. Todavía faltaron varias pulgadas para tocar el otro borde.
Camino a la sala de partos, sintió calambres en el vientre y dolores terribles en las caderas. La acostaron en una cama metálica, le separaron las piernas. Volvieron los dolores, ahora más fuerte que nunca, se retorció tratando de gritar solo lo necesario. Un médico entró en la sala con paso apresurado. Traía los análisis en la mano. Fue directamente a la camilla. Le alzó un párpado. El rostro del doctor, serio y pecoso, mostraba un asombro evidente.
Los doctores se reunieron aparte. Cuchicheaban y volvían sus cabezas de gorros verdes, para mirarla con mezcla de asombro y lástima. Entonces Eloísa comprendió que iba a morir.
Moriré con honor --se dijo.
Reunió todas las fuerzas que pudo. Respiró profundo y se dispuso enfrentar la muerte por la salvación de su hijo. Sintió llegar un dolor agonizante que rajaba sus entrañas y el mundo, resumido en su más breve síntesis rompiendo su interior. Lanzó un extenso grito, mientras se oscurecían las siluetas y un rojo brillante estampado en mil formas y colores lo fue apagando todo, poco a poco. El doctor pidió los guantes y los instrumentos.
Esta vez no siguió ninguna tranquila modorra a los movimientos desordenados que tanto lo inquietaban. Soportó como pudo aquel enorme peso y ahora, se movía inquieto en la bolsa. El aire le faltaba y trató de encontrarlo en la oscuridad.
De pronto escuchó un silbido y el sonido de una fuente que se rompe desbordando agua. El líquido comenzó a marcharse. Las paredes se pegaron a su cuerpo por el estrechamiento gradual de la bolsa y se acomodó lo mejor que pudo en su nuevo recinto. Trataba de explicar qué sucedía y justamente entonces vio llegar la mano. Avanzaba con destreza, como si conociera bien el lugar donde encontrarlo. Finalmente supo qué pasaba.
Lo curioso resultaba que ya tenía uso de razón. Una razón llena de recuerdos de una vida pasada. Vida azarosa de escritor tronchada terriblemente. Pero aún más curioso y enormemente aterrador fue cuando descubrió su futuro. Su madre muerta en la camilla. Su padre destrozado sobre un charco de sangre. La soledad más grande del mundo allá afuera, esperándolo. El destino más cruel y despiadado por el que pudiera transitar un ser humano. Otra vez volvería ser escritor –aquel oficio lo perseguía a todas partes --, una existencia infértil, delatando las injusticias y lo indigno del hombre. Pregonando una filosofía incubada desde el mismísimo vientre, incluso de antes. Abanderado de una nueva forma de decir, que en otros tiempos hubiera resultado una sensación literaria, pero que en su caso sería sólo una tristísima vida de escritor, con un desastroso final y sin poder publicar nunca una letra de aquella terrible vivencia.
--No voy a salir --dijo decididamente.
La mano que lo asía lo obligó a moverse unos centímetros, con un sonido de pliegues abriéndose. Tensó todas sus fuerzas y se dispuso a luchar. Trató de agarrarse a los relieves que brindaba la vagina y comprendió que todo marchaba bien en su interior, pero aún no dominaba sus brazos y piernas. Recurrió al último recurso que le quedaba para no salir. Hinchó todo su cuerpo, como una serpiente a punto de atacar y con el rozamiento logrado, opuso tenaz resistencia a la fuerza que lo halaba.
--Viene de lado -- dijo el doctor con el rostro sudoroso.
La mano penetró aún más y lo zarandeó, haciéndolo ceder. Comprendió que perdía, que en breve sería arrastrado al exterior.
--¡No...! ¡No...! --gritó dentro de sí.
Finalmente un estirón lo sacó afuera. El sonido de los instrumentos, envolvían los rostros sudorosos de los médicos.
(Tomado del Libro de cuentos La elección. Publicado por la Fundación para la Literatura Regino E. Boti, Colección La Fama. Año 1991)
No hay comentarios:
Publicar un comentario