jueves, 16 de abril de 2009

LA VIDRIERA, Frank Correa (Cuento)

Un hombre recibe la noticia del accidente de su hijo y entra en shock. El accidente lo refleja todos los días como un hecho inmediato. Cree, como en las leyendas, que si mata un dragón puede revertir con su sangre cualquier sortilegio. En la acera el dragón aparece, inmenso, rojo, levitante, y él logra ensartarlo con su estilográfica. Algunas personas presencian la hazaña, pero están muy ocupadas en ir al trabajo o resolver problemas para sustraerse con un simple dragón y el hombre que lo ha matado.
Toma la sangre necesaria para revertir el maleficio y la guarda en un frasco, en su bolsillo. Como el dragón muerto en la acera es demasiado evidente, lo convierte en algo cotidiano, que no levante sospechas, un contenedor de basura por ejemplo. Debe moverlo para despejar el paso, lo coloca de boca a la calle. Es cuando detecta la presencia de su hijo, que loco de alegría grita:
--¡Papi, es una vidriera!
El hombre sabe que es un contenedor de basura de color verde, que antes fue un dragón rojo atravesado por su estilográfica, pero la gente comienza a aglomerarse frente a la vidriera y a mirar dentro. El tráfico se dificulta y es peligroso. Las bocinas de los autos arman caos y lo enervan. La noche anterior soñó tres veces.
En el primer sueño una mujer se prende fuego en el barco de su amante. La atmósfera aparecía lluviosa. Todos los hombres llevaban trajes y las mujeres sombreros. Hay una sinfonía de fondo en la tragedia. Al compás de la música la incendiaria levanta los brazos. Las llamas son alas azules, reverberan la superficie del mar. Sobre su cabeza el sombrero se convierte en una aureola que se agiganta con el viento. De pronto, la mujer decide quemar también las cartas de amor que su amante guarda en una caja fuerte. En pose solemne corre al camarote. El barco está muy concurrido, todos se apartan con gestos líricos, como si fueran actores en escena. La combinación de la caja fuerte es 2244… no le alcanza el tiempo para abrirla y se desvanece.
En el segundo sueño la familia de su esposa viene de Oriente, a pasarse unos días en La Habana.
El hombre los recibe en su casa.
--Bienvenidos. ¿Cómo fue el viaje? Pónganse cómodos… ¡Pero, ¿y esto qué es?! ¡Un desfile! ¡Aquí no caben tantos…!
La interminable hilera de parientes orientales se pierde hasta 5ta Avenida. Llegan, saludan, entran. La sala está repleta. En la cocina suenan los calderos. El único cuarto de la casa está que revienta. Hay ropas y zapatos por el piso. Sospecha que es una trampa, los visitantes son rubios, chinos, negros... Algunos ya vienen con el permiso transitorio que exige la policía para andar en La Habana, otros hasta con el cambio de dirección permanente. En el sueño tiene teléfono, han formado cola para llamar a Oriente. Cuando les llega el turno todos dicen lo mismo:
--¡La Habana es azul, vengan…!
Encienden el televisor, el radio, las luces, la olla arrocera. También hay cola para el baño. No cabe nadie más en la casa y toman el jardín de albergue. Se acuestan en el césped, se sientan en las macetas, estropean los helechos, las begonias y sigue llegando gente. Es un sueño terrible, su casa parece la Terminal de trenes. Se desespera, riñe con su esposa, pero ella le increpa:
--La familia es la familia.
Pasa a otro sueño. Ha llegado a los Estados Unidos, por vía legal, sus sobrinos le dan el recibimiento. No hay auto, ni lujos. Caminan por calles deterioradas y desiertas. Parece una zona de viejos almacenes, con puertas oxidadas y cornisas con refuerzos. El trayecto es largo, se perturba. Quiere apurar el paso, pero como en los sueños, no logra romper la cadencia. Les recuerda a sus sobrinos que es su único tío, que les enseñó a jugar pelota y a montar bicicleta.
--No podía vivir sin ustedes – dice, pero miente. Aunque su dolor es sincero cuando reconoce la dependencia en la que vivirá a partir de ahora.
Llegan al apartamento. El reencuentro es normal, sin gritos, ni excesos. Su madre se mece en un sillón. Su padre le prepara un pan con aceite. Lo mandan a bañarse.
--No hay agua, mijo --le dice la madre desde el sillón -- ayer mismo se acabó el keroseno.
Su hermana hace una llamada telefónica.
--Martha, soy yo, Elena. Para que conozcas a mi hermano que llegó de Cuba.
La hermana guiña un ojo, le pasa el teléfono. A través de la línea Martha suena como una mujer entrada en años, solitaria y enferma.
--Entonces te espero, mañana a las cuatro –dice Martha –. Bay bay… Un beso.
Le echa una ojeada al apartamento, es ínfimo. Tal vez su madre duerma allí mismo en el sillón y su padre en el suelo. Necesariamente tendrá que ver a Martha. Mira por la ventana y Estados Unidos es una mierda. Las calles son de tierra. Pasan carretas de cañas, hombres a caballos, los niños corren descalzos rumbo al río, comienza a llover y se despierta.
Los tres sueños son premonitorios, lo sabe, pero cree despertarse en el momento oportuno. Ahora la calle es un enjambre de curiosos mirando la vidriera. Y su hijo no aparece. Un jodedor con acento mexicano le dice en el oído:
--Pinche huevón, te has vuelto millonario.
Las mujeres ven en la vidriera zapatos, vestidos. Los borrachos ven botellas. La gente presuntuosa dice que son corbatas. Los ramplones aseguran que son electrodomésticos. Nota que un carterista está haciendo fortuna con la aglomeración. Una voz de la multitud pregunta: ¿A que hora es la rebaja? Y otra: ¿Es usted el dueño?
Su postura es solemne, incorruptible. La espontaneidad llevó las cosas hasta allí, él no hará nada para desviar la dirección de los hechos.
--Chinga tu madre --le dice nuevamente el jodedor --. ¿No sabes que por tanta droga pueden reventarte, guey?
La gente ve en la vidriera lo que necesita, recurso de autodefensa. Lo que fue un dragón y luego contenedor de basura, ahora es una vidriera bien surtida. ¿Me estaré volviendo mago?
El carterista está actuando libremente. Da candela en el bolsillo de un curioso. Sonríe cuando pone el botín fuera. Luego se coloca detrás de otro para seguir la faena.
De repente se da cuenta que ha perdido el frasco de cristal donde guardaba la sangre del dragón y también su estilográfica. ¡Carterista hijo de putaaaaaa…!. Mira a todos lados y no encuentra al niño. Se preocupa con tanto tráfico. O con la posibilidad de un secuestro. Una estampida del gentío puede resultar fatal para el pequeño. Intenta moverse, sorprender in fraganti al carterista, recuperar el frasco con la sangre y su estilográfica, pero no puede dejar sola a su vidriera.
En aquel instante ocurre algo en la multitud. Una riña, o un accidente. Se escuchan gritos, cláxones. Está seguro que de un momento a otro la policía allana el lugar. ¿Una tranquila calle convertida en plaza? Gran problema, reunir a la gente por un fin espurio. Y más, sin licencia. Si alguien saca un cartel contra el gobierno está frito. ¡Por favor, nada de consignas o lemas! La masa se agita, enardecida. A lo lejos se escucha una sirena. Ojala sea un carro de bomberos.
La calle comienza a despejarse cuando la sirena se acerca. Corren despavoridos, se esconden, él, desesperado por la ausencia del pequeño, lo llama, grita, pero nadie contesta. Han dejado sola a su vidriera. Efectivamente, es la policía. Vienen sobre él. Debe pensar rápido. No ha hecho nada. Solo matar un dragón y tomar una muestra de sangre para romper un hechizo, pero el carterista hijo de puta le robó la evidencia.
El jefe de los policías se acerca. Parece un oriental. Le recuerda mucho a uno de los primos de su esposa. Sí, es él.
--¡Oiga, familia…! A usted lo tuve un tiempo en mi casa. ¿Lo recuerda?
El rostro militar es impasible. Cumple órdenes. Tal vez este disimulando no conocerlo.
--¡Oiga, usted! –le dice al policía -- ¡Si, usted mismo! ¿No recuerda que vivió en mi jardín casi dos meses… y me acabó con los helechos?
Inmediatamente un destello de claridad en la penumbra lo ilumina. No es policía, es un enfermero. Y el carro patrullero una ambulancia.
--¡A usted si lo conozco…! ¡Usted llamó veinte veces a Santiago de Cuba…! ¡Por su culpa ETECSA me cortó el teléfono!
No le hacen caso. Lo tienen sujeto mientras lo inyectan. Han colocado el contenedor de basura en su sitio y una calma inaudita despeja su cabeza. Todo conspira contra él. Los primos de su esposa que no lo reconocen, la llovizna que comienza a caer, el muchacho que ha desaparecido, y para colmo, no se despierta
beilycorrea@yahoo.es

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