jueves, 16 de abril de 2009

UNA HISTORIA AÉREA, Frank Cosme



Santos Suárez, La Habana, abril 16 de 2009 (SDP) Convulsas fueron las décadas entre las dos guerras mundiales del siglo XX. La crisis económica y convulsiones políticas sacudieron todo el planeta. El arribo al poder del nacional-socialismo en Alemania en 1933 fue el germen de la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año, en una isla del continente americano hubo una revolución que derrocó a su primer dictador y un histórico vuelo trasatlántico, el de Barberán y Collar.

Ajenos al caos mundial, hombres de todas las latitudes arriesgaban sus vidas en el reto mayor a la naciente aviación: cruzar el Océano Atlántico.

Primero fueron dos británicos que saliendo de Inglaterra, aterrizaron en Canadá. Charles Lindbergh fue el segundo, aunque siempre se ha creído que fue el primero por la divulgación que se le hizo.

Un caso similar es el de Barberán y Collar. Todos piensan que fueron los primeros en llegar a La Habana, cuando la realidad es que otros dos españoles, Ignacio Jiménez y Francisco Iglesias habían aterrizado primero.

La publicidad que se dio a Barberán y Collar obedeció a la primera manipulación de masas en la historia de Cuba. Diseñada por la prensa y la colonia española que sabían lo que se avecinaba, fue ese año de 1933 la explosión de todo el lastre que arrastraba la república desde 1902.

Apoteósico es la única palabra que cabe para describir el recibimiento a estos aviadores. Barberán y Collar arribaron a Cuba el 11 de junio de 1933. Exactamente dos meses después, la revolución que depuso al dictador Gerardo Machado, promulgó leyes que afectaron a la rica colonia española.

Tres años después, en 1936, entra un cubano en esta historia aérea. La odisea de este es tema para un buen film de aventuras, pues si odisea era cruzar el Atlántico, también lo fue conseguir los recursos para hacerlo, pues no contó como los otros con aviones modernos, potentes y financiados por empresas de aviación o gobiernos. Además iba a intentar hacer el viaje en solitario que sólo Lindbergh se había atrevido a hacer.

Al teniente de la Marina de Guerra cubana Antonio Menéndez Peláez, que así se llamó nuestro héroe, desde que vio un avión le sedujo el deseo de volar. Este sentimiento transformó toda su vida. Viajó a Estados Unidos a estudiar aviación. Posteriormente compró un avión desvencijado, un Waco de la Primera Guerra Mundial. Con paciencia y dedicación lo reparó y lo trajo a Cuba. Era la primera vez que sobrevolaba el mar.

Alguien le avisó que unos contrabandistas habían abandonado un avión en Varadero. Vendió su viejo Waco y así obtuvo el dinero para repararlo. Ya tenía el medio para cruzar el Atlántico. Pero el cubano no era tan loco para lanzarse como Lindbergh por la zona más amplia del océano. El Spirit of Saint Louis fue un avión construido para ese propósito. El avión de Menéndez era un cacharro con colorete, así que buscó el tramo más estrecho del Atlántico, el comprendido entre la ciudad de Natal, en Brasil, y la de Dakar, en África, y no lo pensó más.

El 12 de enero de 1936 salió del aeropuerto de Camaguey rumbo a Natal. Problemas atmosféricos lo obligaron a realizar un aterrizaje forzoso en la Guayana Inglesa. Tenazmente reparó de nuevo su cafetera volante y se lanzó otra vez hacia Natal.

Un vuelo a través del océano, viendo el interminable mar, sin ningún punto de referencia, completamente solo, encerrado en sus pensamientos, sin comunicaciones para pedir ayuda, cubierto por la oscuridad absoluta de la noche, rogando a la providencia que no le fallara aquel viejo motor… Así cruzó el Océano Atlántico este modesto y olvidado cubano.

Al llegar a África, enfiló al nordeste hasta llegar a Sevilla el 14 de febrero de 1936, Día de San Valentín. No hubo apoteósico recibimiento, paseos por Sevilla, recepciones, llaves de la ciudad, condecoraciones o cheques. Sólo algunos jóvenes sevillanos lo cargaron en hombros y lo vitorearon como merecía. Su única actividad fue ir a la oficina de correos más cercana y enviar un cable a su novia por el Día de los Enamorados diciéndole que la amaba.

Tenía 28 años. Fue el segundo hombre en cruzar el Atlántico “de América a Europa”, el segundo también en viajar en solitario.
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