jueves, 23 de abril de 2009

VOLVER, Frank Correa, (Cuento)


No logró disiparse. Luego del disparo, su espíritu continuó vivo, presenciándolo todo: el reguero de sesos, la escopeta, los mosaicos del piso encharcados con su sangre. Aquella nueva experiencia lo maravillaba. Levitar, invisible, libre de aquel cuerpo viejo y cansado que al fin iba a reposar. Libre de la atadura terrenal y sus normas. Libre de la competencia exigida, de los retos inacabables y las demás sandeces de la vida. Libre al fin de la mujer que ahora llegaba corriendo y gritaba, arrodillada a su lado, tratando de sentarlo.

--¡¿Por qué, Ernie, por qué…?!

¡Vaya pregunta! ¿Acaso no sabía por qué?

Era una mujer estupenda, no cabía dudas. Hermosa, frágil, seductora. Demasiada aferrada y posesiva. Que apostó su vida por él y perdió la partida, heredándolo todo, incluso su destino. Tan inteligente, que le costó trabajo conseguirse el minuto de descuido. ¡Por dios! ¿Qué haces? ¿No ves que estoy muerto?

La mujer intentaba sentar el pesado cuerpo, sin lograrlo. El disparo suicida fue en la boca. Produjo el rompimiento de los maxilares, destruyó completamente el proscenio, los ojos estaban botados, sujetos por venas, la base del cráneo era un amasijo. En su desesperación, quiso darle respiración boca a boca y sólo consiguió mancharse de sangre y astillas de huesos. Le resultaba patética la escena al querer mantenerlo vivo. Aunque ya no podía hablar, ni participar de alguna forma en los acontecimientos, deseaba que se fuera a lavar, se cambiara de ropa, iniciara las honras fúnebres, enterrara el viejo y digno cuerpo y se fuera a descansar a Cuba.

El entierro fue lo más parco y lúgubre que un entierro pueda serlo. Estaba ella, perfectamente de negro, con guantes y sombrero, Dos agentes del FBI monitoreando que sellasen la bóveda y así también su expediente de intelectual peligroso. Un sepulturero joven y otro viejo. Y un cura, ¿para qué? Cuando regresaron a la casa, apareció Bobby Smith, con su empalagoso afán consolador y no quiso ver más. Dejó de interesarle la mujer, la casa, o alguna cosa que lo relacionara con el viejo y digno cuerpo que acababan de sembrar. Sonrió. Aún conservaba su refinado humor. Sembrar el viejo y digno cuerpo para que retoñase. En verdad fue un buen cuerpo que resistió muchas exigencias. Tres guerras. Algunas peleas desiguales. Miles de amaneceres con mucho alcohol y drogas. Demasiado sol en medio del mar. Mujeres de todo tipo. Una cornada taurina. Fragmentos de granadas. Malaria. Dos accidentes aéreos en menos de veinticuatro horas, verdadero récord mundial. Una cabeza divina que al final se destruyó por sí misma y cercenó su viejo y digno cuerpo con un disparo. Que mató tantas veces en safaris, en guerras, en libros y terminó también matándolo. ¡Qué paradoja su destino! Intentó siempre ser el más verídico y terminaba en una ficción, no lograr disiparse.

Vagó por el mundo inmerso en estos pensamientos. La brisa a esa altura era agradable. Visitó lugares que jamás pensó volver a ver. Paisajes que alguna vez le sirvieron de inspiración para relatos. Escenario de guerras. Ríos con truchas enormes que levantaban mucha agua al saltar en busca de insectos. Agujas apareándose en medio del mar, tiburones, caguamas, naufragios y desastres de todo tipo. Espió en burdeles los más increíbles desenfrenos sexuales. En cualquier pueblo que se le antojase, penetraba en las alcobas a disfrutar de las mujeres más hermosas, desnudas y excitadas, aunque fuese sólo mirar. Permanecía al tanto de los acontecimientos políticos, sociales y de los cambios en el rumbo mundial, muchas veces desconcertado por la estupidez de los partidos, otras, regocijado por decisiones excepcionales y ciertas valentías. Participaba en las más importantes tertulias literarias, algo que odió siempre, pero ahora lo tomaba como hobby o para matar el tiempo. Se desternillaba de la risa viendo disertar a lo eruditos, filósofos, críticos.
Leía mucho, toda clase de libros y revistas, para no aburrirse, pero al final terminaba aburrido, pues ya no hacía lo que en verdad le gustaba: escribir.


Así pasó el tiempo. Ya no existía la mujer, ni casi ninguno de sus amigos, pero aún lo recordaban como gran escritor, pescador osado y borracho incomparable. Mujeriego, trasnochador, trotamundo. No le molestaba lo más mínimo esos epítetos, mientras lo recordaran. Viajó un poco más. Las corridas de toros ya no eran lo mismo, más bien un espectáculo de circo, sin mucho riesgo, ni terror. El boxeo y el béisbol, con demasiadas sustancias prohibidas. Hasta las guerras eran distintas. Diseñadas por computadoras, con una precisión increíble, sin el contagioso dramatismo de las grandes hazañas, ni el sabor inefable de la casualidad, el valor, el altruismo. Entonces lo apoderó una gran melancolía. Intentó refugiarse en sus recuerdos más tiernos o representativos. Por ejemplo, la poderosa luz delantera del expreso Simplon-Oriente atravesando la oscuridad, entonces se arrepintió de abandonar aquella noche Tracia. Y el día en que permaneció acostado, leyendo a Dostoiesky, cuando Hadley necesitaba con urgencia un gato, un simple gato de los tantos que merodeaban entre las mesas del restaurante, tal vez sólo para arrullarlo, pues él no quería darle hijos, ni tampoco calor. Odió reñirle a Pedrico en año nuevo, cuando el muchacho agitó con demasiado ímpetu la coctelera solo para agradar. Las palabras duras a Pauline, hirientes, con doble sentido, desatando furia, egoísmo, frustración. Su debilidad con Martha, a la que debió envenenar cuando tuvo tiempo, Mary y su extenuante vocación de acompañarlo, incluso más allá de la vida.
Lo apoderó una soledad aplastante, un desespero impropio a su vital antagonismo. Extrañó los gatos, los perros, los tragos, las partidas de cartas, los temas que pudo escribir y nunca hizo, porque pensaba que eran poco serios y aburridos. En fin, ni hecho espíritu estaba conforme consigo mismo. Dio unas vueltas por Cuba, el lugar en que más le gustó vivir, pero ni siquiera eso lo sostuvo. Entonces decidió bajar. Si escribía con acierto el instante final del disparo y la pesadumbre, el inconformismo y la falta de resignación que siguió después y su arrepentimiento sincero por las cosas que hizo mal o nunca hizo, entonces tal vez lograra descansar en paz. Un poco de humildad no lo mataría. Tampoco ser otro, diferente, aunque fuese solo una vez. Le tomó un buen tiempo encontrar otro cuerpo, con los ingredientes inexcusables: romántico empedernido rondando el paroxismo existencial, con todas las fuerzas contrarias del mundo incidiendo sobre él y aplastándolo, apostador incondicional por la literatura ante todas las cosas, incluso la vida.
Una tarde mientras se regodeaba con la brisa en un pueblito costero en las afueras de La Habana, descubrió a uno que parecía cumplir los requisitos. Lo observó por un tiempo. Sí, podía ser perfectamente aquel tipo, callado, pensativo, sin dinero, ni empleo, presa de un extraño romanticismo en desuso, acariciando un gato, intentando inútilmente escribir.

El hombre miraba ensimismado el techo, intentando encontrar un tema que mereciera la pena escribir. Acariciaba sobre sus piernas un gato, que pareció percibir algo raro en el ambiente porque salió disparado rumbo a la cocina. Fue cuando el hombre sintió el apoderamiento. Como si la partida del gato hubiese dejado un gran vacío y de repente, era ocupado por la seguridad, el aplomo, la contingencia y el espíritu perfeccionista que siempre le faltaron.

Tomó la libreta y un lápiz. Podría comenzar con el piso de mosaicos amarillos, que fue limpiado al fin cuando retiraron el cuerpo de la escena del crimen. Más que la explosión del disparo, lo más notable era la demasiada luz que siguió, la nueva independencia que gozaba y no sentir nada físico, en lo absoluto. Tuvo planeado todo desde el día anterior. Su cabeza malograda no daba para más, una traición imposible de admitir. Su viejo cuerpo de todas formas se desmoronaría, pero ¡¿su cabeza?! ¡No! Era la última cosa que podía tolerar.
La mujer sospechaba algo raro. No lo dejaba solo ni un instante. Pero tuvo su momento de descuido, cuando él le pidió que le trajera un vaso de agua. Fue cuando él magnificó la acción concisa de la mano al tomar el cartucho, introducirlo en la recámara y cargar el arma. Ella no sospechó de la escopeta en el rincón, ni verlo aquel último día, callado, pensativo, acariciando el gato.

Sintió los pasos de la mujer acercándose.
--¿Estás bien?--le preguntó.
--Bien--dijo el hombre.
--¿Pudiste escribir algo?
--Si. Al fin pude. ¿Tráeme un vaso con agua, por favor?
--Claro, mi vida. No tardo.

El hombre leyó otra vez lo escrito. Aunque era un relato extraño le gustaba, por la mucha vivencia y su inmediato tragiquismo. Al parecer había encontrado su estilo, lo iba a aprovechar de forma rápida, para otras cosas de alcance mayor. Por ejemplo...
--¡Por ejemplo nada, muchacho…! Has hecho tú trabajo y lo has hecho bien, no lo niego, pero no creas que vas a copiarme y utilizar esta visita para seguir. Ahora mismo me largo por donde vine y te quedas en blanco, como al principio.

Intentó salir del cuerpo, pero le fue imposible. Era un apoderamiento invertido, del hombre sobre el espíritu. Luchando contra la extraña fuerza que detenía su mano y pujaba por irse, el hombre tomaba nuevo impulso y redactaba, voraz, desenfrenado, todas las historias acumuladas, como si estuviera en su último día.

La mujer llegó con el vaso de agua y lo observó con detenimiento. Estaba segura de haber vivido antes una situación así. De repente sintió también un raro apoderamiento. Lo miró con dureza. Estaba decidida esta vez a no dejarlo solo ni un segundo.
--¿También tú aquí? ¡No… no es posible! ¿Piensas vigilarme toda la vida? Ahora no hay escopeta. Ni veo algo filoso para degollarlo. Tampoco es en un edificio alto, desde donde estrellarlo. Y a esta hora, es muy difícil que un carro lo mate en la calle. Pero algo encontraré, no te preocupes. Solo tengo que esperar por tu descuido. Mientras tanto, lo dejaré que escriba.

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